Si esa conversación con Tere me cayó como un balde de agua fría a mí, cuando se los conté a las tres esa noche fue como estar en un velorio. La que peor se lo tomó fue mamá, pasó de alterarse porque ya no iba poder presentárselas a los abuelos a romper en llanto, preguntando por qué se iba así. Traté de dejarles en claro mis impresiones de que ella simplemente tuvo que irse por cuestiones de su trabajo, seguramente la inversión fue enorme y lo que más le convenía era no estar viajando constantemente. Tal vez no fue lo mejor decir que era precisamente porque estaba reaccionando así que no quiso despedirse. Nos dedicamos a consolarla, Julia y yo intentamos explicarle que no tenía que tomarlo como algo personal, como si hubiera hecho algo mal. Raquel sólo sostuvo su mano, sollozando e incapaz de decir nada.
—¿Y ahora qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?—repetía sin parar.
Cuando las palabras se nos agotaron, solamente esperamos a que todo se calmara. Esa noche fue una muy triste en la casa. Mis hermanas estaban de acuerdo en que acompañara a mamá a su cuarto. Tan pronto cerramos la puerta, ella se desplomó y se hizo un ovillo en la cama. Todavía estábamos vestidos, así que le pedí que me permitiera ayudarla a desvestirse. Mi intención era darle su bata o un camisón, pero en cuanto la vi así, simplemente me acosté a su lado, como hubiera hecho con Raquel… o con Julia. Mi piel tocó la suya y aquel abrazo en el que nos acurrucamos la hizo tranquilizarse rápidamente. Claro que barajé la opción de hipnotizarla, pero algo en mí sabía que lo mejor para ella era asimilarlo por sí misma. Eso sí, no sola.
Fuimos a recoger a los abuelos, ella y yo. A pesar de haber amanecido bastante desaminada, cuando fui por ella para acompañarla a la central de autobuses, se veía de mejor humor, estaba muy emocionada. Hacía años que no íbamos a visitar a los abuelos ni ellos nos visitaban, así que era de esperar que se pusiera contenta de ver a sus papás.
—Ya le avisé a Raqui por teléfono que se comporte —dijo con las manos al volante y la mirada al frente—. Todos tenemos que actuar como gente civilizada mientras están tus abuelos.
—¿Y tú crees que puedas aguantar, Sandra? —le pregunté con voz sugerente, poniendo mi mano en su pierna, lo que la hizo pasar saliva.
—Tendré que —comentó, colocando su mano sobre la mía, pero titubeando antes de apartarla gentilmente—. Tendremos.
Llegamos, ellos ya nos estaban esperando en el carril de arribos y descensos. La plática de camino a casa fue sobre su viaje y no fue hasta llegar a casa que finalmente pudimos saludarnos “como Dios manda”, según la abuela. Lo típico, abrazos, comentarios de “mira cuánto has crecido” y anécdotas de las que uno ni se acuerda (tal vez porque ni siquiera sabía caminar). Y la ronda de saludos, comentarios y anécdotas se repitieron cuando llegó Julia y luego, cuando llegué con Raquel de su posada. Cenamos, todos muy animados, y para cuando llegó la hora de que los abuelos se fueran a dormir, mamá anunció:
—Claro, ya está listo el cuarto. Luís ya subió sus maletas a mi cuarto y yo me quedaré en el suyo.
—Sí —se apresuró a hablar Raquel con el tono de voz más inocente que le habíamos escuchado en años—. Y él puede quedarse a dormir conmi…
—No, claro que no —respondió mamá firmemente, pero sin alterarse—. Ustedes dos no son capaces de estar juntos ni 5 minutos sin armar un escándalo. Julia, tú y Luís van a compartir cuarto.
—¡¿Qué?! —preguntamos mis hermanas y yo al unísono.
—Ya me oyeron —reafirmó nuestra madre, dejando en claro que no pensaba escuchar nada más—. Raquel, te quedas en tu cuarto y yo, en el de tu hermano. Punto.
Raquel le clavaba los ojos a mamá mientras se levantaba para acompañar a los abuelos a su cuarto, resoplaba con enjundia y tuve que sostener su mano para tratar de calmarla. Una vez subieron la escalera, Julia fue la primera en hablar.
—Es lo mejor —decretó con voz serena—. Si mamá o tú comparten cama con Luís, va a ser peligroso. Por más que piensen que están siendo discretos, se alcanza a escuchar todo incluso con las puertas cerradas. El abuelo ya casi no escucha —añadió—, pero la abuela sí, además de que se levanta en las madrugadas, acuérdense.
—¡No es justo! Luís y yo trabajamos todo el día… ya ni nos vemos para nada —protestó Raquel.
—Mamá tampoco y ella tampoco va a dormir con Luís —contraargumentó Julia—, me imagino que tampoco quiere dormir con él porque sabe que algo puede salir mal. Aunque no te guste, al final, es lo más justo para las dos.
—Pero, pero… ¿Cómo le vamos a hacer? —volteó a verme Raquel, preguntándome con una expresión desesperanzada.
—Ya pensaremos en algo —dije para reconfortarla.
—Sea lo que sea, no hagan nada mientras los abuelos estén aquí —nos advirtió Julia con insistencia—. En serio. Nada de escenitas, nada de miradas ni toqueteos. Es que, en serio, ¡no son nada discretos! Raquel, durante la cena no parabas de mirar a Luís de forma rara, recuerda que eso no es normal.
—¿”En serio”? —preguntó desafiante nuestra hermana menor, dándole la espalda a Julia innecesariamente.
—Ya, ya… —le dije mientras le acariciaba el pelo—. Va a ser una semana o dos. Sí podemos.
Ella aprovechó para besarme, ante la mirada de disgusto de Julia. Aunque no lo hubiera hecho para molestarla en primer lugar, al ver la expresión de nuestra hermana mayor, Raquel empezó a usar su lengua y a usar sus manos sobre mí sólo para provocarla. Cuando mamá bajó las escaleras, aclaró su garganta y aquello fue suficiente para ponernos a todos en cintura, había algo en ella que era ligeramente diferente con la llegada de los abuelos, había vuelto a ser la jefa. Raquel se retiró rápidamente a su cuarto en silencio, Julia y yo nos pusimos a recoger la mesa diligentemente sin que nos dijera nada y mientras yo estaba lavando los platos, se me acercó por detrás. Su mano agarró firmemente el bulto entre mis piernas y su aliento sopló detrás de mi oreja.
—Sólo para que lo sepas, yo tampoco estoy a gusto con esto —susurró, provocándome un escalofrío—. Nada de sexo en casa, ¿OK?
Se apartó rápidamente, dándome una nalgada. Julia se acercó a mí después de que se fuera para ayudarme a secar los platos, aunque ninguno de los dos mencionó nada sobre mamá. No dijo nada, pero la forma en la que me veía sólo me dejaba en claro que si decidía callar era para no hacer todo aquello más incómodo. La salpiqué con agua helada a propósito, a lo que ella se quejó e intentó devolverme el gesto, fallando. Terminamos riéndonos y aquello sirvió para aligerar el ambiente. Ni siquiera era tan tarde, pero no supimos qué más hacer más que subir al cuarto de Julia para preparar la cama. Yo creí que íbamos a sacar un sleeping bag para que durmiera en el suelo de su cuarto.
—¿Por? —preguntó mi hermana con extrañeza.
—No, bueno… Yo… creí que… con eso de que están los abuelos.
—Pero nada más vamos a dormir, Luís —me respondió Julia en voz baja y recelosa de quien pudiera asomarse por la puerta entreabierta de su cuarto—. ¿No?
Mil y una cosas pasaron por mi cabeza, ninguna que me ayudara realmente. Ella sacó un camisón de su ropero, era obvio que no íbamos a dormir desnudos, pero cuando vio que pretendía salir para darle privacidad y que pudiera cambiarse, sólo me dijo que no era necesario y continuó desvistiéndose. Me apuré a cerrar la puerta, ella se quedó sólo en pantis, dejándome ver sus pechos mecerse sin pudor alguno antes de ponerse su camisón celeste. Yo me quedé en bóxers, hacía mucho que no usaba ropa al dormir y ni siquiera estaba cómodo con una playera.
—Sí te creo —comentó Julia mientras se acomodaba dentro de las sábanas—. Yo también siento que le estoy perdiendo las ganas a dormir con ropa
—Pues podemos cerrar la puerta con seguro —sugerí de manera genuinamente desinteresada.
—Eso te gustaría, ¿verdad? —me increpó ella, como si estuviera revelando alguna trampa oculta mía.
—¿Qué? ¡No! —dije primero, consternado—. O sea, sí —añadí, ya más con un tono descarado—. Pero no lo decía por eso. Lo digo en serio, ¿le pongo seguro a la puerta?
—No te hagas ideas tontas —me advirtió, un poco seria, pero no tanto. .
—¡Ah! ¡Que no, chingao! —refunfuñé mientras aseguraba la puerta y me acomodaba a su lado— Mamá dijo que nada de sexo y no quiero problemas con ella —mencioné en voz baja mientras me acurrucaba dándole la espalda.
—Hasta daba miedo, ¿verdad? —comentó.
—Sí… —suspiré, pensativo, recordando la escena en el lavabo.
—¿Y tú crees que van a poder aguantar? Ya sabes, portarse como gente decente mientras estén los abuelos —rio burlonamente.
La verdad, preferí ahorrarme la respuesta. Lo de menos era decirle que sí, pero algo me decía que no iba a ser sencillo y por desgracia, no me equivocaba.
A la mañana siguiente, mi hermanita aprovechó un momento en que coincidimos en el pasillo, mientras los demás ya estaban en el comedor después de que Julia se hubiera ido, para volver a besarme con enjundia y guio mi mano para que se colara dentro de sus pantis y palpara de primera mano cuánto me había extrañado aquella noche. Fue un instante antes de escuchar a mamá ordenándonos bajar, seguramente recelosa de que estuviéramos solos sin supervisión. Durante el desayuno, no paró de echarnos miradas intensas y fugaces, incapaz de interrogarnos y regañarnos por intentar pasarnos de listos. Los abuelos nos anunciaron que irían a la catedral y al mercado para conseguir todo para la cena navideña.
—Bueno, ya le pasé la llave a mamá —le informó nuestra madre al abuelo—. Yo llego como a eso de las 7, pero si me necesitan para algo, llámenme. Igual, Luís, ¿y si los acompañas?
—¡A-ah! Tengo citas hoy y mañana.
Aquello era una vil mentira, aquella última semana había estado muerta, después de todo, Navidad iba a ser en dos días, nadie necesita un masaje en estas fechas; pero sólo así me zafé de acompañar a los abuelos.
—Así que masajista, ¿eh? —resopló el abuelo, con un aire de recelo y decepción.
Él y mi abuela son de otra época y era normal que se aventaran comentarios que hoy en día ya no se aceptarían. No lo dijo directamente, pero aquel gesto de su parte nos dejaba en claro que mi oficio no era algo que pudiera considerarse “de hombres” para él. Incluso mamá apretó sus puños.
—¡Meh! —se apresuró a exclamar Raquel—. Es la excusa perfecta para que ande metiendo mano a cuanta vieja se le ponga en frente, ahora que ya no tiene novia... —añadió con un falso tono lastimero.
A los ojos de mis abuelos, ese comentario había sido solamente para balconearme y hacerme ver como un pervertido, pero gracias al mantel que mamá había colocado a la mesa, nadie vio que mi hermanita empezó a rozar su pie en mi pierna, había sido una manera de mostrarle al abuelo que no era uno de esos “maricones” de los que tanto le gustaba despotricar. Sin dudas, su semblante se aligeró al escuchar a Raquel.
—¿Cómo? ¡Ay, hijito! Lo siento mucho —se lamentó mi abuela.
—No te preocupes, abu. Terminamos bien —me apresuré a decirle—. Tere se tuvo que mudar y decidimos que lo mejor era no complicar las cosas demasiado. Ya sabes, “amor de lejos…” —dije sin completar el refrán, provocándoles unas risas culposas a todos—. Es mejor así, total.
—¡Oye, pero si hablas de ella como si ya tuvieras a alguien más! —exclamó el abuelo, aunque con una mueca de desenfado— No seas tan obvio, mijo.
—¡Ay, abuelito! Si así es él —remató Raquel, provocando otra ronda de risas culposas en la mesa mientras posaba su mano en mi pierna, sin saber que mamá estaba haciendo lo mismo en mi otro costado.
Para mi sorpresa, recibí a varias personas ese día en la clínica. No eran masajes relajantes (por los cuales cobraba más), sino que venían por lesiones graves. Casi siempre las que pedían mis servicios eran personas mayores, pero ese día recibí a un par de clientas bastante guapas y que, aunque sí tuvieran lesiones en los tobillos reales, también aprovecharon para hacer comentarios sugerentes, como que ni sus novios las habían manoseado tanto como yo.
Una, rubia (artificial) y de piernas largas y torneadas, empezó a juguetear, diciendo que también le dolía en sus muslos y su trasero. Y, a ver, claro que aquello estaba haciendo que mi sangre me hirviera, pero algo en mi interior me decía que tenía que comportarme de forma profesional con todos mis clientes. Mientras no dijera las palabras mágicas y pidiera un “final feliz” o algo similar, era mi deber actuar con prudencia “y decoro”. Era sorprendente cuántas personas llegaban a mencionarlos y hasta preguntar el precio, pero nadie se animaba a solicitarlo. Y claro que eso me hacía recordar a Tere y lo que me llegó a decir: “tú decides por cuánto venderte”, e hizo hincapié en que era una cantidad por la que no podría negarme.
—Imagínate a la mujer más horrenda ¬¬¬—recordaba sus palabras—. A tu vecina, la metiche. Si ella llegara y te lo pidiera, ¿por cuánto lo harías? ¿Lo harías por menos de lo que yo te pagué?
Y así me convenció de nunca bajar mi precio. Por más que esa rubia me tentara a ofrecerle un descuento, a decir verdad, no era algo que me hiciera sentir cómodo. Tuve que inspeccionar las zonas donde “le dolía”, pero no le seguí el juego y cuando fue el momento de irse, me escribió un número de teléfono en uno de los papeles que tenía sobre el recibidor. La suerte hizo que los abuelos entran justo en el momento en que la despampanante rubia se despidiera de una manera exageradamente cariñosa. La cara de mi abuela al verla irse fue de disgusto, totalmente opuesta a la de mi abuelo.
—¡Ahora veo por qué no vas a extrañar a tu novia! —rio el abuelo.
—Tu mami nos dijo que nos veríamos para comer y dijo que ya va a ser tu hora de comida, así que vinimos a esperarla aquí —comentó la abuela.
—Claro, claro. Siéntense. ¿Les ofrezco algo? Tengo café, té… agua.
Nos pusimos a platicar, ambos examinaban el local. La abuela, con mucha emoción, elogiando la decoración que habían elegido sus nietas y la entonces novia de su nieto; el abuelo, con abierto desinterés… hasta que nos pusimos a hablar de dinero.
—¡Hmpf! —bufó sin apartar la vista de la lista de precios—. Ahora entiendo. Al menos no vas a morirte de hambre.
—¡Ay, Jacinto! —lo reprendió suavemente la abuela y se dirigió hacia mí—. No le hagas caso. Es sólo un viejo ladino e interesado. Para él, todo es dinero y ganancias.
—¡Debí haber sido judío en otra vida! —se jactó y fue el único en reírse de su propio chiste antes de mirarme con la ceja en alto.
Y así empezó a interrogarme sobre los detalles financieros del local, al igual que habían hecho antes mamá, Julia y Tere; razón por la que pude responderle rápida y concisamente, cosa que lo puso de mucho mejor humor. Obviamente, ni loco iba a insinuar nada relacionado con el tema de “los servicios extras” con ellos.
—¡Válgame Dios! ¡Pues parece que te está yendo muy bien, hijo! —exclamó, dándome unas fuertes palmadas en la espalda—. ¿Quién lo hubiera pensado? ¡Masajes! ¡Nunca lo hubiera pensado! ¿Y cómo se te ocurrió? ¿De dónde sacaste la idea?
—La verdad, fue idea de mamá —respondí con modestia, mientras explicaba cómo empecé a darle masajes a ella.
—¡Mira nada más! —rio él, lanzándome otra potente palmada en la espalda—. No cabe duda de que fue una buena idea, ¡esa es mi hija! Desde niña siempre mostró tener mi buen instinto para los negocios.
—¡Ahí va! —se lamentó la abuela, sonriendo con resignación.
Afortunadamente, recibí a un par de clientes más ese día
antes de cerrar y al encontrarme dentro de un centro comercial, aproveché para
revisar qué podría conseguir para regalar de Navidad a todos y al ser viernes
22 de diciembre, tocó navegar entre un mar de gente. Ver los precios y darme
cuenta de que podía solventarlo sin problema hizo que me diera cuenta de que en
realidad no podría quejarme de mi economía, aunque sí de las filas para pagar.
No pude pasar por Raquel en su última posada y aunque me hizo una rabieta por
teléfono, preferí ocultarle el motivo. Todos hicieron alboroto al verme llegar
con las cajas y bolsas de regalo. Mi hermanita echó el ojo de inmediato en la
cajita que llevaba su nombre, mamá y Julia también se emocionaron, pero
discretamente me preguntaron si no me había excedido, si había guardado para el
pago de la renta del local y demás cosas. La abuela estaba muy contenta con
tanto revuelo por los regalos y “lo bonito que se veían el árbol”, pero el
abuelo fue quien tenía que hacer más ruido.
—¡Eso, hijo! ¡Un hombre provee, que no se te olvide! ¡Qué
bueno que no eres un pichicatero! —exclamó ruidosamente don Jacinto.
—Como tu abuelo —añadió su mujer para molestarlo con
risita—. Te apuesto a que no diría eso si su regalo no fuera el de la caja más
grande. ¡El muy bribón!
Aquella noche nos fuimos a acostar un poco más tarde, no
cabía duda de que los abuelos estaban de muy buen humor ese día y cuando se
subieron al cuarto de mamá para acostarse, nos quedamos los cuatro en el
comedor. Las miradas furtivas de Raquel y mamá hicieron que Julia se levantara
y nos dejara a solas. Eso sí, con una sonrisa de resignación.
—¡Mami! ¿Y si vamos al cuarto de Luís los tres? —propuso
Raquel con el tono más conmovedor que pudo salirle—. Cerramos bien la puerta y
así no…
—Nada de eso, Raqui —respondió nuestra madre, aunque con un
tono no tan convencido—. Ya le dije a Luís que nada de sexo en la casa mientras
estén de visita los abuelos— añadió en voz baja.
—¿O sea que si lo hacemos en el patio… —preguntó mi
hermanita de forma retórica.
—¡Raquel, por Dios! —gruñó nuestra madre para no alzar la
voz.
—¿Y si sólo se la chupamos? —insistió la chica en voz baja,
pero con ese mismo tono lastimero y esos ojos de cordero a medio morir—. Tú me
dijiste una vez que eso no cuenta como sexo —agregó en un tono más artero que
suplicante.
El ceño de mamá se frunció por un instante, al igual que su
boca; alzó la barbilla, dispuesta a reprender a Raquel por su disparate, pero
de pronto miró en mi dirección, no a mi cara, sino a mi entrepierna.
Cerramos la puerta de mi cuarto, mamá volvió a poner ropa
sucia para aislar sonoramente el umbral. Raquel fue se encargó de desabrochar
mis jeans bajo la atenta mirada de nuestra madre y su mano aferrada al cabello
de su hija menor por si se le ocurría pasarse de lista. La lengua de mi
hermanita se sintió como lluvia después de una sequía que llevaba menos de dos
días. Quizás no era el tiempo de abstinencia, porque los tres ya habíamos
dejado pasar más que eso sin coger y no había sido un problema. Tal vez era el
hecho que nos estuviera prohibido y aquello se sentía como una ligera victoria
contra el sistema.
Me vine rapidísimo, cosa que no era un problema para Raquel,
quien disfrutó de mi primera descarga, decía que le gustaba porque era espesa y
abundante. Y lo fue, aunque después de lo de aquella jarra de agua de granada
del hotel, ya no me resultaba tan impresionante. Mamá restregó el rostro de su
hija en mi verga, ordenándole con voz baja, fría y gutural que se comiera todo,
que eso es por lo que tanto había chillado. No soltó aquel mechón de cabello
hasta que mi verga estuviera limpia y brillante.
Entonces fue su turno, se quitó las pantis, pero no la falda
negra. Se sentó en mi regazo, mi mástil seguía firme gracias a la labor de
limpieza de mi hermana y pude sentir el relieve de ese culo enorme a través de
la tela semi elástica. Su camisa blanca estaba arrugada y la humedad de su
sudor dejaba entrever la silueta de su brasier color crema. Dudé antes de
animarme a recorrer su torso con mis manos y al ver que no había quejas, me
aventuré a estrujar sus melones por encima de la tela. Ella resoplaba,
concentrándose en no dejar escapar ningún ruido. Estuvimos así un buen rato,
mientras mis manos esculcaban más allá de su vientre y mi madre dibujaba
círculos sobre mi garrote con su culo, Raquel me besaba con pasión y miedo de
no importunar a aquella leona que teníamos delante.
Finalmente, me aventuré a palpar directamente la piel de esa
mujer, Sandra. Y sus resoplidos empezaron a ser acompañados por jadeos. Sabía
cómo le gustaba que pellizcara y maltratara sus melones y me lo recompensaba
presionando más para que mi verga empujara más la tela entre sus nalgas. Al
fin, sentí su pubis, cálido y húmedo bajo la tela. Acaricié aquellos vellos
suaves antes de pasar de largo por su botón y aquello sólo la hizo menear la cola
con más angustia. Mis dedos repasaron esas zonas acolchonadas alrededor de su
raja, como si acariciara a una mascota, pero ni por error se adentraron a la
brecha que se abría entre ellas.
Hasta que por fin se desesperó. Se levantó y de un empujón
hizo que me recostara. Mi vista oscureció al quedar debajo de su falda y mi
nariz se embarró de aquellos fluidos que debían ser recolectados por mi lengua.
A ciegas, encontré la gruta de aquel manantial y degusté con ahínco. Y mientras
lo hacía, sentí el calor y humedad de una boca. De pronto, la sensación de esa
boca cambiaba: Raquel y mamá se alternaron. Reconocería la maestría de mi
hermanita en todo momento, la forma en que usaba su lengua y su garganta era
totalmente distinta a la de mamá y su técnica de succión intensa. Me vine una
vez más y ambas lenguas se pelearon por acabarse hasta la última gota antes de,
seguramente, luchar encarnizadamente entre ellas. Yo seguí comiendo, extasiado
hasta sentir los temblores inequívocos del orgasmo de mi madre.
Por supuesto que aquello no iba a ser suficiente. Cuando
pude ver de nuevo, Raquel ya no llevaba puesto nada debajo de la cintura y sólo
llevaba puesta su playera, sobre la cual se marcaba el relieve de sus
pezoncitos duros e incitantes. Una mirada prudente a mamá fue suficiente para
obtener su autorización para continuar y tomar su posición sobre mi cara. Su
cuquita ahora estaba depilada y me deleité con la suavidad que sentía mi lengua
al pasar por su piel, provocándole espasmos y un gemido se le escapó. De pronto,
ella respingó, dejando caer de pronto el peso de su cuerpo sobre mí. No era
capaz de verlo, pero el haber hecho ese ruido la había hecho acreedora a un
castigo en sus pezones de parte de mamá. Yo sólo era capaz de sentir como sus
adentros se estrechaban con cada castigo, por más leve que fuera el quejido o
gemido, ella era disciplinada. Y eso sólo la hacía liberar más y más néctar
sobre mí.
El orgasmo de Raquel no fue silencioso, pero los correctivos
de nuestra madre hizo que paneas pudiera distinguirse de un sollozo o respingo.
Sus piernas me apretaron la cara hasta que los temblores acabaron, de lo cual
no tengo la más mínima queja. Cuando quedé libre, vi a la hija besarse
tiernamente por su madre, recompensándola por haberse portado tan bien. Y cuando
ésta se recostó sobre las almohadas de mi cama y abrió sus piernas de par en
par, me miró fijamente.
—Nada de sexo en esta casa —susurró con voz gutural que me
puso los pelos de punta. Extendió su mano para que me acercara y tiró de mí—.
Ya sabes qué hacer.
Y una descarga de electricidad me recorrió el cuerpo, ella
sabía lo que Julia y yo habíamos hecho en el motel porque se lo había contado y
esa sonrisa pícara sólo me lo confirmaba. Mi verga estaba listísima porque
mientras le comía la raja a Raquel, la mano de una buena samaritana se aseguró
de juguetear con ella. Así que una vez más, usé el cuerpo de mi madre para
volver a experimentar algo que había vivido con Julia y restregué mi glande en
su “puchita”. Mi hermanita no se quedó con las manos cruzadas, una mano
estrujaba la teta que su boca no era capaz de atender cuando no estaba besando
a mamá, mientras su otra mano sujetaba mi verga y ejercía presión para que se
hundiera entre ese par de labios verticales.
La primera en venirse fue mamá, pero yo seguí. La boca de
Raquel se acercó y empezó a alternar entre chupármela y succionar el clítoris
de mamá, provocándole algo que parecían más convulsiones que simples espasmos. Cuando
me vine, pinté de blanco tanto la cara de Raquel como el vientre de nuestra
madre, el cual no duró sucio mucho tiempo. No pude evitar besarla, besarlas, a
ambas. Lo habíamos logrado, habíamos hallado la manera de salirnos con la
nuestra sin romper esa simple regla.
Al entrar a su cuarto de Julia para dormir, ella ya se encontraba
dentro de las cobijas, viendo su celular y yo me quedé en bóxer después de
asegurar la puerta. No negaré que me sorprendí al ver su espalda y trasero
desnudos, pero en el fondo, me lo esperaba. Me acomodé bajo las sábanas,
dándole la espalda, pero pegado a la de ella.
—¿Puedes voltearte?
Eso sí me tomó por sorpresa, pero obedecí sin decir nada.
Acomodé los brazos alrededor de ella, debajo de sus pechos, como solía hacer.
De pronto, sentí que su cabús se pegó a mi pelvis. No fue sutil, lo hizo de forma
directa y no sólo eso, sentí sus cachetes sacudirse de un lado a otro.
—Hum… Creí que ya no se te iba a parar —dijo al sentir mi
inevitable erección.
—No parece que te moleste —le señalé, bajando mi mano a su
abdomen.
—¿Q-qué haces? —me preguntó, nerviosísima.
—Pa’ que no digas que ando de morboso, tocándote las chihis.
—¡Ay! Mira nada más —exclamó en voz baja con incredulidad. Acto
seguido, su mano tomó mi muñeca y acomodó mis palmas sobre su busto—. Como si
no les hubieras hecho cosas peores.
—¿”Hubiera”? ¿O “hubiéramos”? —pregunté, apretando esos
globos que la vida había puesto en mis manos.
—¿Yo qué? Tú hiciste todo aquella vez —me respondió,
colocando su mano libre en la cadera, indignada por mi insinuación.
—Pero bien que te dejaste —señalé sin dejar de amasar,
aguantándome las ganas de decirle “como ahora, por ejemplo”.
—Una ya no puede ser amable porque luego la tachan de
ofrecida —dijo con voz seria, pero sujetando mis manos. Curiosamente, no me las
apartó, sólo presionó.
—¿”Ser amable”, dices? —le pregunté, con mi dedo haciendo
círculos alrededor del relieve de su aureola y sus pezones, ya duros.
—Tú no querías ir ese día, quise compensártelo —confesó con
un tono benevolente, pero algo falso.
—¡Ajá! —exclamé en voz baja en su oreja, provocándole un
escalofrío que sentí de primera mano. No me había dado cuenta en qué momento me
había acercado tanto a ella.
—Tú cree lo que quieras —resopló ella, haciéndose la
ofendida.
La calentura no me había dejado reflexionar sobre toda esa
escena. Estaba manoseando descaradamente a Julia y ella seguía menando su cabús,
restregándolo sobre la tela de mi bóxer. No era algo discreto, eran movimientos
muy pronunciados y eventualmente, hizo que la rendija de en frente se abriera. En
ese momento, me paralicé.
—¡Ah, ah! Se te enfriaron las manos —se quejó en voz baja mientras
alejaba mis heladas manos de su busto y las cubrió con las suyas y exhaló sobre
ellas para calentarlas.
No hizo mención a la sensación de mi verga en sus pompas,
pero también se había detenido en seco. Fue un momento, pero volvió a moverse y
entonces ya no había forma de disimular que lo que la estaba tocando ya no era
la tela de mi bóxer.
—Eh… ¿J-Julia?
—Si tienes que hacerlo, agarra el condón. Está en la mesita
que tienes a lado.
Y en ese momento, el corazón se me detuvo. De seguro ella
sintió que las manos se me enfriaron aún más, porque volvió a tomarlas y las
puso entre sus muslos. ¿Era en serio todo esto? ¿Era acaso que ella no se daba
cuenta de lo que estaba haciendo? ¿En serio me estaba pidiendo que…
—¡Ay, perdón! —dijo, soltando de repente mis manos—. Ve,
agarra el condón y póntelo —dijo bajando aún más la voz—. No vamos a poder
dormir si la tienes así.
El aire afuera de las sábanas se sentía helado, casi tanto
como mis manos y pies. Ella se quejó del frío que estaba entrando y me pidió
que me apurara, aunque la oscuridad no hacía las cosas más fáciles. Ya con el
forro puesto, titubeé antes de volver a las sábanas. Ella se acomodó,
elevándose un poco más y yo sentía como si fuera a darme un infarto en
cualquier momento.
—¿E-estás segura? —tartamudeé, olvidándome por completo de
hablar bajo.
—¡Sh! ¡No hables fuerte! —me regañó ella, girándose para
fusilarme con una mirada que no iba a poder ver—. Ya tienes puesto el condón, ¿no?
Dale, es para que se te calme y podamos dorm- ¡QUÉ HACES!
Gruñó muy agresivamente, pero sin subir la voz. Mi miembro
había rozado sus labios vaginales y ella de inmediato se sacudió y me agarró la
verga. Fui incapaz de decir nada. Ella se movió y giró hasta quedar de frente a
mí, sin soltar en ningún momento mi tranca. De nuevo, la oscuridad me impidió
descifrar qué cara estaba poniendo, pero ahora sus manos eran las que estaban
frías también.
—¿Qué estabas pensando? —me cuestionó, atónita y con un hilo
de voz—. La idea es que… termines y podamos dormirnos.
—P-perdón. Se me resbaló.
—¡Ay, sí, claro, ajá! ¡Ash! —se quejó ella y su mano se
deslizó hasta la base de mi mástil, apretando todo el trayecto y provocándome
un reflejo que me encorvó—. ¡Ay! ¡Perdón! Tienes razón, sí se resbala.
—¿Ves?
—A ver… Ponlo aquí —dijo, restándole importancia a mi
comentario y acomodando mi miembro en sus muslos—. Ya. Dale. ¡Ay! —ahogó un
grito y se llevó la mano a la boca en cuanto obedecí la indicación. Era
innegable, había vuelto a rozar su entrepierna y había sido de frente—. N-no. ¡Espera,
espera! —me pidió, luchando para que no se le quebrara la voz.
—Julia… yo creo que…
—A ver, bájate un poco… —me indicó, volviendo a ignorarme—.
Ya, ahí. Ahora sí —dijo tras detenerme y poniendo sus manos en mis hombros—,
dale.
Sólo obedecía. Mi pelvis se adelantó lentamente hasta topar
contra sus muslos. Aún así, pude sentir sus vellos cosquilleándome el abdomen y
me retiré, procurando no acercar demasiado mi barbilla a sus pechos. Como sus
piernas estaban secas, sentí que el condón se recorría al retroceder, así que
usé mi mano para reacomodarlo al principio. Sin embargo, con las repeticiones,
me fui descuidando más y terminé por hundir mi cara en ese par de montes al no
escuchar quejas de parte de mi hermana, quien además presionaba mi espalda cada
vez más con cada embestida. Con cada estocada que le daba a ese par de piernas,
empezaba a escucharse un murmullo, un chapoteo que era amortiguado por las
sábanas. Es increíble la cantidad de veces que me había dicho que algo era lo
más surreal que me había ocurrido, pero es que simplemente en ese momento ya ni
siquiera sabía si estaba despierto o no.
Antes de venirme, la base de la cama había empezado a hacer
ruido, lo que hizo que acelerara todavía más para acabar pronto. Las yemas de
mi hermana se hundían con fuerza pero sin encajarse en mi espalda y nuca
mientras yo estaba a punto de sofocarme con el sudor del canalillo de su busto,
cosa que hizo que mi eyaculación recorriera un poco el látex. Los dos
resoplamos y la mano que recorrió el forro de mi miembro no fue la mía, sino la
de ella. Otra vez, la ausencia de luz sólo me permitió imaginar que los ruidos
que oía eran de ella anudando y tirando el globo relleno de mecos en la papelera
que tenía a lado de la cama.
No dijimos nada. Ella se acomodó de vuelta frente a mí y
pude sentir su mejilla sobre mi frente y su respiración agitando un poco mi
cabello, así que preferí ponerme cómodo y desconectar el cerebro. Quizás esté
de más hablar sobre el sueño húmedo que tuve y las cosas que hice con la mujer
de mi sueño, a quien no le vi el rostro pero desperté con la idea de que había
sido Julia. Es horrible darte cuenta de que había sido un sueño, pero es más
horrible darte cuenta de que manchaste de semen las piernas de tu hermana mayor
por tener un seño calenturiento.
Por suerte, era la mañana de Nochebuena. Era un sábado y
Julia no tenía que levantarse temprano, no me reclamó nada porque dijo que
estaba despierta cuando aquello ocurrió y se dio cuenta de que lo había hecho
dormido, cosa con lo cual me molestó un poco antes de irse a bañar.
—¡Ay! ¡Parece que todos durmieron muy bien! —señaló la
abuela una vez estuvimos todos reunidos, como había pedido mamá la noche
anterior—. ¿Será porque ya va a ser Navidad?
Todos intercambiamos
sonrisas. Algunas culposas, como la de mamá y la mía; otras, un poco traviesas,
como la de Raquel y el abuelo; bueno, todos, excepto Julia, quien evitó hacer
contacto visual conmigo hasta el momento en que se despidió de todos para irse
a trabajar.
Vi sus mensajes hasta que iba de camino a la clínica, pero
me los envió justo después de irse. Le pedí perdón y ella sólo contestó con un
“NTP” hasta después del mediodía, nada más. Era de esperarse, el día antes de
Navidad era un caos en la televisora porque había programas que todavía salían
en vivo. También iba a ser un día pesado para mamá en el almacén y Raquel en la
tienda, se les dijo que iban a cerrar tarde para acaparar la mayor cantidad de clientes
posible. Yo mismo tuve más clientes de lo que hubiera imaginado, tomando en
cuenta la fecha y que era sábado. Lo que sí no me esperaba era ver a Julia
entrar por la puerta.
—¡Hey! Y tú, ¿qué?
—¡Uy, qué genio! Si quieres, me voy.
—Ya, ya… perdón. Pero, pues, tú nunca vienes.
—¡Ya sé! Pero en serio, hoy fue un infierno allá y, de
veras, necesito un masaje. No tienes clientes o citas ahora, ¿verdad?
Me molesté un poco por la forma en que me lo preguntó, pero
preferí no darle más vueltas a las cosas. Le confirmé que no y la invité a que
pasara. Ella se asomó a la puerta y se dirigió para ponerle el seguro, diciendo
que no quería que nos interrumpieran. Había algo extraño en su comportamiento,
estaba alterada, sí, pero había algo más en esa forma de hablar, de moverse…
Le di su tiempo antes de entrar a la sala de masaje, ella me
esperaba, completamente desnuda y boca abajo, con su cara apoyada en sus
antebrazos cruzados.
—Te vas a lastimar el cuello así —dije, acomodando sus
brazos a los costados y su cara en el orificio designado—. ¿Mejor?
—Me aprieta el busto —pujó con incomodidad.
—Eso te pasa por tenerlo tan grande —le respondí para
molestarla un poco, soné algo malhumorado, pero sólo era de broma—. Ten, a ver
si así te duele menos —refunfuñé, presionando su pectoral para que se elevara y
poder colocar unas almohadillas especiales para la camilla—. Te va a tocar
estrenar esto, eres la primera en quejarte.
Ella balbuceó algo ininteligible con voz aguda,
arremedándome, pero en cuanto volvió a descansar no pudo evitar dejar escapar
un suspiro de alivio. Encendí unos inciensos y fui a calentar una toalla para
colocarla en su trasero. Vertí el aceite esencial de lavanda sobre ella sin
templarlo antes, cosa que la hizo respingar antes de que sintiera mi mano y yo
empezara a trabajar. Estaba realmente tensa, eso se notaba antes de que mis
yemas recorrieran su espalda y hombros. Me pasó por la cabeza preguntarle por
qué había decidido ir así, qué había ocurrido en su trabajo que la tenía tan
estresada, qué había sido lo de la noche anterior… pero no sentí que ella
tuviera muchas ganas de conversar, así que encendí la bocina y comenzó a sonar
la música relajante que tenía guardada en la USB.
Decir que tenía la espalda y cuello llenos de nudos sería
decir poco, ni siquiera mamá tenía el cuerpo así de entumido, me hizo pensar
que quizás Julia se la vivía al margen de un colapso. Era obvio que ella no
estaba acostumbrada. Pujaba y resoplaba mientras tiraba aquellos depósitos que
yacía debajo de su piel y suspiraba en cuanto la zona quedaba libre de esos
nudos de estrés; incluso en ese momento, hacía su mejor esfuerzo por no
mostrarse débil. Yo sabía que había zonas que se necesitaban trabajar presionando
duro y había aprendido a ejercer la fuerza suficiente, que a veces hacía gritar
a algunas personas. Sin embargo, por más que su piel se erizaba y su cuerpo se
encogía o contorsionaba del dolor cuando oprimía mucho.
—¿Pues cuántos bultos de cemento te hacen cargar allá?
—rompí el silencio al terminar con toda su espalda alta y dirigiéndome a sus
brazos, los cuales no estaban en tan malas condiciones—. Estabas a nada de un
patatús.
—Te dije que necesitaba un masaje —contestó ella, apenas
recuperando el aliento.
—¡Sí! ¡Hace años! —la regañé y ella exhaló ruidosamente en
un intento de no reírse.
Continué, ya sin presionar tanto, aunque aun dejando que mis
dedos se hundieran un poco en su piel y resbalaran por sus brazos y una vez
más, en su espalda, descendiendo hasta su trasero. Normalmente, suelo se
discreto con los glúteos de las clientas para evitar incomodarlas, pero no dudé
en amasar con mis palmas extendidas ese par de bollos redondos. Eso sí, me
mantuve a una distancia prudente de lo que ocultaba su entrepierna. Ella separó
las piernas por su propia cuenta mientras mis manos descendían por sus muslos,
los cuales también estaban muy tensos, aunque no iban a necesitar un trato tan
rudo como su espalda.
—¿Y ya te lo han pedido? —me preguntó de repente, con la
cara hundida en la mesa, meneando un poco el cabús por las cosquillas al
masajear sus pies—. Los... finales felices.
—No, fíjate —le respondí despreocupadamente, repasando sus
piernas hasta volver a sujetar sus glúteos—. Algunas sólo me hacen comentarios,
quieren hacerse las interesantes… pero no se animan a pedirlo. Debe ser el
precio.
—Pero, o sea, ya, en serio… ¿tú sí lo harías? —preguntó con auténtica
curiosidad—. O sea, si te lo pide alguien, ¿en serio te atreverías?
—Yo creo que sí —le confesé sin pudor, recreándome en sus
bollos y muslos, ahora su mata de vellos era más que visible y derramé
“accidentalmente” un chorrito de aceite entre sus cachetes para que se colara
entre sus piernas—. No es como que pueda acobardarme a la mera hora —añadí,
usando mis pulgares para repasar los costados de su pubis hasta subir por su
trasero y abrirlo hasta dejar expuesto su ano—. Al final, tuve que hacerlo con
Tere la primera vez.
—C-con Tere era una cosa —dijo después de contener un
resoplido—, pero con un desconocido... ¿No te daría miedo? Usarías condón, me
imagino.
—Si ameritara, sí. De todas formas, no es de a huevo que
tenga que sacármela para dar ese servicio —aclaré mientras mi dedo acarició
fugazmente los pliegues de su asterisco, el cual se frunció pero ella no hizo
ningún comentario.
—¿Cómo? —preguntó, extrañada—. ¿No se supone que de eso se
trata?
Quise comprobarle con hechos lo que aquellas palabras
significaban. Mi pulgar rozó apenas el borde carnoso de sus labios mayores,
evitando deliberadamente la zona de su clítoris, provocándole un respingo que
intentó disimular. Repetí el movimiento un par de veces más y con pequeños
gestos, con lo que ella se tensó de pronto y el interior rosado de su intimidad
empezó a palpitar, como una flor que abre sus pétalos. Y así, sin más, me
retiré a las pantorrillas y los pies. Estaba consciente de lo que estaba
provocando en ella y decidí que, al igual que con cualquier otro cliente, no
iba a hacer nada que no me pidiera.
—Supongamos... —dijo de pronto, mientras yo trabajaba en uno
de sus pies— que alguien te lo pidiera. ¿Qué y qué harías? ¿Qué incluye el
servicio especial, joven?
Dijo aquello con un tono algo actuado, casi juguetón. La
temperatura de la sala subió un par de grados con aquella pregunta. Pero no iba
a perder la calma, así que le respondí.
—Un orgasmo, señorita —contesté con la cortesía de un
sirviente—. Un extra por encima de la relajación de un masaje normal —añadí,
dirigiéndome a su cara hundida en la cama y recorriendo mi mano por el
canalillo de su espalda hasta llegar a su trasero y rozar nuevamente su ano,
esta vez de forma descarada, hasta rozar apenas a la abertura de su vagina—. Usted
decide si quiere que sea a mano o… con otros métodos.
—O sea que… si el cliente no quisiera sexo, pero te pidiera
un final feliz, ¿podría pedirlo así? —volvió a preguntar con ese tono exagerado—
¿Costaría más o menos?
—Para usted, sería cortesía de la casa cuando quiera
—respondí como haría un mayordomo.
Enfaticé mi oferta con mi palma cubriendo por completo su
entrepierna. El calor y humedad que emanaban de esa zona eran fuertes. Le di un
par de golpecitos, lo que provocó ese temblor en sus piernas y que sus puños se
cerraran, flexionando los brazos. La escuché jadear y resoplar, pero no alzó la
cara ni dijo nada. Mi mano se apartó para volver a trabajar en sus pies, con
todo y la mezcla de fluidos que había obtenido de su área íntima y en cuanto me
situé detrás de ella, su cadera se elevó y así quedó apoyada sobre sus
rodillas.
Vi su cara alzarse, pero no se giró para verme, solamente se
apoyó en los codos, encorvando la espalda. Yo no me lo podía creer, sus
rodillas se separaban tímidamente y su mata de vellos decoraba esos pliegues
palpitantes, que ya estaban coloreados de un rosa intenso. Me apuré a sujetas
sus piernas para acercarla más al borde de la mesa y poder trabajar más
cómodamente. Posé mi índice en su zona lumbar y presioné, subiendo por su
espalda para que dejara de estar encorvada y se arqueara en la pose ideal, con
su pelvis en alto y su espalda convertida en una resbaladilla que descendía hasta
su cara apoyada sobre la cama, donde antes había estado la almohadilla que le había
puesto. Siguió sin decirme nada, sólo emitió un débil ruido, un quejido con la
boca cerrada. Pude ver su cadera contonearse de manera muy sutil, era mi señal
para empezar a trabajar.
El aceite ya había penetrado un poco en sus gajos, pero me
mantuve lejos de esa zona rosada y lustrosa y me dediqué a sobar sus labios
externos, deleitándome en peinar esa mata abundante de pelitos rizados y
castaños. Me recreé en peinar esa criatura lanuda con mis yemas, hacía mucho
que no veía tanto vello, mamá y Raquel no permitían que creciera más de unos
milímetros. Pensé en que era mi hermana mayor, la que nunca había tenido un
novio y que, por ende, jamás había tenido sexo en su vida. La sangre en mis
antebrazos hervía con cada caricia que lograba arrancarle un suspiro o un
ligero temblor en sus piernas. Sin pensarlo, mi rostro se acercó lentamente,
podía oler su esencia entre la mezcla de otros aromas, era simplemente
enervante. Deliberadamente, dejé que mi aliento se sintiera y contemplé cómo
sus pliegues se contraían con cada exhalación.
La primera vez que rocé su clítoris ella ahogó un grito, sus
rodillas amenazaron con cerrarse pero fue sólo un reflejo, ella misma volvió a
separarlas casi de inmediato. Julia en verdad estaba batallando para que su
respiración no sonara agitada y para mantener una postura estoica. A pesar de
que estaba a pidiéndome algo así, se negaba a mostrarme su cara o a dejar
escapar algún ruido. Mientras las yemas de mis dedos apenas tocaban un poco de
ese tejido rosa y empapado antes de seguir estimulando la piel que la rodeaba,
empecé a meditar sobre la actitud de mi hermana mayor. Definitivamente, estábamos
cruzando un límite más, pero ella había sido la que había venido a mí, ella fue
la que me pidió que le hiciera esto; además, ella había sido la que me dijo que
usara el condón la noche anterior.
De pronto, empecé a hacerme a la idea de que Julia, a pesar
de mostrarse reacia todo este tiempo, había estado acercándose más y más. Ella
había sido la que se vistió así para ir al motel, la que me pidió que tomáramos
las fotos… la que me mandó aquella foto. Hasta ese momento, tenía mis dudas de
las verdaderas intenciones de mi hermana y no había querido estropear mi
relación con ella, pero estaba introduciendo mi dedo en su intimidad, estaba
sintiendo por primera vez su interior cálido y palpitante, provocándole jadeos
y espasmos; ya no había forma de negarlo.
Apenas entró mi dedo, sentí una barrera, un tejido que se
extendía alrededor del canal que estaba succionando mis falanges. Mi corazón
dio un vuelco y haciéndome uso de mi otra mano, separé esos labios internos lo
más que pude y pude contemplarlo. Era como una tela, con un orificio
considerable pero que ni de lejos me dejaría meter más que la punta de mi
meñique sin romperse. Ella resoplaba, vi su cara ladearse y volver a agacharse,
dejando escapar un débil quejido.
—¿Q-qué pasa? ¿Hay algo raro?
—¿Eh? —pregunté, saliendo de mi ensoñación—. ¡No! No, ¿cómo
crees?
—¿Es… normal? ¿No es rara o fea? —me preguntó tímidamente.
—Está perfecta —respondí sin vacilar… y sin darme cuenta de
que mi cara se acercaba más y más para verla mejor—. Es sólo que puedo ver…
—expliqué mientras mi índice se posaba suavemente sobre el orificio. El tejido
era elástico, podía presionar un poco, pero no quise excederme—. Creo que es tu
himen.
Ella ahogó un chillido agudo y vi sus pies contraerse de la
vergüenza. Ella podría ser mi hermana mayor, podría haber sido ella la que me
pidió que durmiéramos desnudos, la que me pidió que fuéramos al motel aquella
vez y la que me dejó desfogarme con sus muslos la noche anterior… la que me
había pedido ese servicio; pero era virgen. Mi verga llevaba un buen tiempo
luchando contra la tela de mis bóxers y moría de ganas por sacarla, pero esa
reacción de Julia de nuevo me hizo tomar conciencia. Ella no tenía nada de
experiencia más que yo. Julia estaba confiando en mí y caí en cuenta de que no
debía aprovecharme de esa situación.
Era momento de ser profesional, tenía que tratarla como a un
cliente, uno que hubiera solicitado mis servicios. Y la instrucción estaba
clara: final feliz sin sexo. Me aclaré la garganta y exhalé a pocos centímetros
de su vulva, lo que le provocó un escalofrío. Pero no me permití volver a
titubear. Una de mis palmas se posó en su glúteo y lo recorrí para se que
abriese, mis movimientos tenían que ser firmes pero sin rudeza; después de
todo, eran parte del masaje. Me coloqué en posición y acerqué mi otra mano para
palpar nuevamente toda su raja, sin miedo pero con cierta delicadeza. Ella se
llevó ambas manos a la boca para contener un gemido y arqueó más la espalda, facilitándome
la tarea.
Arriba y abajo, de un lado al otro, en círculos y sin
descuidar su clítoris, ya hinchado y visiblemente enrojecido. Tenía que llevar
a cabo mi tarea sin profanar esa abertura, a la cual pasaba a saludar pero sin
introducir mi índice más que para sentir la elasticidad de su virginidad.
—No me esperaba… esto —dije en una de las ocasiones en que
volvía a palpar su himen. Ella sólo resopló, la verdad, no esperaba que me
respondiera—. O sea, sí sabía que tú no… lo has hecho. Pero… no sé. Me
sorprende —seguí hablando solo mientras mi otra mano se posaba bajo el peso de
uno de sus pechos y comencé a acariciar su pezón endurecido.
«¿Te estás esperando? —pregunté de repente, con voz fría y
tono mordaz, como hacía cuando provocaba a Sandra. Era parte de mi estrategia
para excitarla, o eso fue lo que me dije a mí mismo para convencerme— ¿Cuándo
será? ¿Dónde? —seguí lanzando preguntas mientras mis brazos la obligaban a
girar y acostarse boca arriba. Sus manos le cubrían la cara, pero sus piernas
se mantenían abiertas y sus codos estaban elevados de tal forma en que no me
estorbaran para seguir amasando su busto—. ¿Quién será el afortunado? —le
pregunté con ilusión—. Quisiera ser yo.
Eso fue. Su pelvis se agitó y sus piernas se cerraron,
apresando mi mano y temblando por unos instantes. Ella ahogó un grito,
aspirando como si se estuviera sofocando pero sin apartar las manos de sus
ojos. Pellizqué su pezón y esto la hizo encorvarse y liberar mi mano de su
entrepierna, pero no me retiré. Aquello había sido un destello, una chispa
apenas, pero no había sido la llama ni la explosión que buscaba. Mis dedos se
enfilaron y empecé a frotar aquella zona ya inundada. Una de las manos de Julia
se lanzó a sujetarme de la muñeca, intentando detenerme, pero no pudo. Una vez
más, de izquierda a derecha, mi palma volvió a agitarse a una velocidad
vertiginosa y entonces la oí gemir por primera vez.
Su voz se agudizaba con cada chillido que se le escapaba, su
cadera se sacudía arriba y abajo y las uñas de sus dedos se pusieron blancas de
tanto apretarme el antebrazo para tratar de detenerme. Eso sí, sus ojos seguían
cubiertos por su propio antebrazo. Ella forcejeó, temblaba y pataleaba, pero su
boca no me pidió que parara, así que non tuve otra opción más que seguir. Sabía
que estaba cerca, el chapoteo de mis dedos en su intimidad se intensificaba y
entonces, ocurrió. Un último espasmo, uno violento y que hizo que se tensara toda
en medio de pequeños temblores. Ella soltó un ruido prolongado y silbante, como
si estuviera sofocándose, había tenido un buen orgasmo.
Me llevé la mano a la boca antes de que ella se descubriera
la cara. El aceite me echó a perder esa primera probada de su sabor, pero me
dije a mí mismo que iba a haber más oportunidades de degustarlo en el futuro.
Le acerqué una toalla pequeña para que se la colocara sobre los ojos, aún
faltaba la última parte del masaje. Su tórax se hinchaba y relajaba a ritmo
pausado mientras mis manos, nuevamente aceitadas, recorría sus piernas y
muslos, los cuales temblaron cada que me acercaba a su entrepierna.
—Tranquila, tranquila —le dije con voz firme—. Ya pasó.
—¡Eres un bruto! —espetó mi hermana con voz ronca y sin
quitarse la toalla de la cara.
—¿Me pasé? —pregunté burlonamente.
Ella sólo gruñó y ninguno dijo más hasta que terminé el
masaje, el cual me permitió volver a amasar sus pechos e incluso su rostro, eso
sí, metí mis manos bajo la toalla para no descubrirle la cara. Había algo en el
hecho de que ella no quisiera verme que me calentaba al mismo tiempo que me inspiraba
ternura. Mis caricias la hicieron temblar un poco, sobre todo cuando me
acercaba a sus pezones, su entrepierna y sus pies; tomé nota de eso. Terminé y
me retiré para que pudiera estar un rato a solas. No fue hasta que salió de la
sala que volvimos a cruzar miradas y aunque se ruborizó al verme, no hizo ningún
comentario al respecto. La vi buscando algo en su bolso y le dije que ni siquiera
pensara en sacar dinero y se detuvo en seco, mirándome como si aquello la
ofendiera, pero tampoco dijo nada más. Sacó su celular, me avisó que iría a
recoger los regalos de Navidad y se fue, no sin antes advertirme (de manera
innecesaria, la verdad) que nadie más debía saber lo que había ocurrido allí,
ni siquiera mamá.
La cena de Nochebuena estaba casi lista en cuanto llegué.
Los abuelos habían estado preparando todo durante el día y para cuando llegué,
me obligaron a sentarme y acompañarlos bebiendo vino en lo que fueron llegando
Julia, Raquel y mamá, en ese orden. La cena se hizo acorde a lo previsto y para
cuando el reloj dio las 12, nos dispusimos a abrir los regalos que nos
esperaban a todos bajo el árbol.
El abuelo se contentó con su cafetera y la abuela me
agradeció las pantuflas que le escogí. Mamá sonrió al probarse los tacones de
marca que me había mencionado un día, Raquel no paró de dar brinquitos luciendo
la gargantilla plateada y pulseras a juego que le conseguí y Julia me abrazó al
darse cuenta de que no sólo le regalé su perfume favorito, sino un par de
aretes (que seguramente no eran de perlas auténticas pero que “daban el
gatazo”) que había visto en una película. No puedo quejarme de mis regalos, los
abuelos me regalaron ropa y mamá y Raquel se cooperaron para sorprenderme con
la entonces nueva Xbox 360. Me volví loco, sobre todo porque había decidido
esperarme a que bajaran de precio o estuvieran disponibles en las placitas, en
donde pudieran ponerle el chip y correr juegos piratas. Julia me regaló algunos
juegos, entre ellos, el Gears y el Call of Duty 3. No podía estar más contento.
La apertura de regalos siguió y creímos haber acabado cuando
de repente, la abuela nos indicó que había un paquetito colgado en el árbol,
uno que no estaba allí cuando lo decoramos. Era una bolsita azul eléctrica que
se mimetizaba con las esferas y demás adornos. Raquel se lanzó a agarrarla y me
miró de reojo y me lo entregó en silencio, con una expresión de desconcierto. Ya
en mis manos, vi que no era tan pequeña y se adivinaba una cajita rectangular
en su interior. Venía con una etiqueta que rezaba:
Para el hombre de la casa
—¡Ah, chingá! —se me escapó decir frente a los abuelos.
—¿Qué pasa? —preguntó mamá, también extrañada—. ¿Qué dice?
—Nada más dice “para el hombre de la casa” —le respondió
Raquel con una mezcla de intriga y burla.
Hubo una breve pausa, no fue silenciosa porque se escuchaban
los murmullos de Raquel, mamá y la abuela. De pronto, me doy cuenta de que
Julia no me quitaba los ojos de encima. Se me detuvo el corazón por un instante
y me puse nervioso al reconocer la forma de esa cajita, mi hermana mayor lo
notó y pude ver en sus labios una sonrisa casi imperceptible pero que me puso
en alerta. El abuelo se impacientaba, insistiéndome en que abriera el mentado
regalo y al quitarle el listón para abrirla, pude ver el interior y vi esa caja
de condones, eran de la misma marca que había llevado Julia al motel.
Volteé a verla y dejó de ocultar su sonrisa. Mamá se dio
cuenta y también miró a su hija mayor, estoy seguro de que a su corazón también
le debió de dar un vuelco, porque la mirada se le opacó en un instante.
—¡Vamos, hijo! ¡Dinos ya! —preguntó el abuelo, impaciente pero
con una sonrisa propia de las copas de vino que se había bebido— ¿Qué es?
—Eh… s-son… es una caja de condones.
Preferí decirlo que sacar la caja y mostrarla frente a los
abuelos. Hubo risas culposas de todos, aunque Raquel sí dejó escapar una fuerte
risotada. Mamá tenía la cara casi tan roja como yo y a Julia no le importó
revelarse como la artífice de ese momento vergonzoso.
—Fíjate lo que dice la tarjeta —me dijo ella con tono burlón.
Se mordió el labio de una manera que me hubiera parecido atractiva de no ser por
la vergüenza que estaba viviendo.
—“Para que aprendas a usarlos. No vayas a salirnos con tu
domingo 7” —recité con voz monótona las palabras que estaban escritas en la
tarjeta con la letra de Julia.
—Con eso de que ya andas soltero y con tantas clientas
guapas que entran y salen de tu local… —insinuó mi hermana mayor.
El abuelo optó por lanzar una carcajada y se me acercó para
darme unas fuertes palmadas en la espalda, haciendo comentarios sobre la chica
rubia que vio salir de mi local e insinuando que él prefería tener bisnietos “así
de bonitos”. Julia intervino y empezó a platicarles de enfermedades de
transmisión sexual y no dudó en mirar a Raquel cuando hizo un comentario sobre lo
común que era contagiarse al tener más de una pareja sexual. Por su parte, la
abuela sólo dijo que no había nada malo en cuidarse y nos apuró a cambiar el
tema de la conversación lo antes posible.
Ya era Navidad, pero al ser todos adultos, no había
necesidad de mandar a dormir a nadie. Nos quedamos platicando un rato más antes
de irnos a acostar. Mamá se encerró en mi cuarto después de decir que estaba cansadísima.
Julia también se despidió de nosotros y luego fue el turno de los abuelos. Raquel
y yo esperamos a escuchar el característico ruido que hacía la puerta del cuarto
mamá al cerrarse y nos acurrucamos en el sillón.
—¿Qué fue todo eso de los condones? —me preguntó después de besarnos,
con mi mano acariciándole detrás de la oreja.
—Ni idea —respondí, haciéndome el tonto.
—Estuvo raro, ¿no? Julia anda medio rara —comentó con
sospecha.
—Sí, eso estuvo raro —reafirmé su opinión, no quise añadir más.
—¿Ya lo hicieron, ustedes dos? —preguntó, así, de la nada.
—¡Pft! ¡No! —contesté rápidamente como si aquello me
pareciera algo ridículo—. ¿Cómo crees?
—No me molestaría, ¿sabes? —comentó, nuevamente así, de la nada.
—Por supuesto que a ti
no te molestaría —dije con obviedad—, porque así estarías así —complementé con
un gesto de mi índice y pulgar separados apenas por milímetros— de cumplir tu
fantasía.
—¡Hazte el que no te la jalabas pensando en ella cuando
éramos chicos! —rio dejando caer su puño en mi pecho—. Te apuesto a que casi te
la arrancaste fantaseando con Julia.
—Invoco mi derecho a permanecer callado —declaré con tono histriónico.
—¡Bah! ¡Cobarde! —volvió a acusarme con una sonrisa juguetona—. ¿Sabes lo que haría si estuviera a solas con ella como tú? —me preguntó de forma retórica, extendiendo sus manos como si estuviera cargando un par de tetas imaginarias a escasos centímetros de su cara.
—A ver, cuéntame —le susurré al oído mientras mi mano se deslizaba por su brazo y luego reptó por su vientre hasta colarse bajo su pantalón—. Dame ideas… a ver si estreno esa caja de condones esta noche.
No defraudas con la continuacion que esperabamos, amigo tienes una forma de describir los escenarios y las situaciones que parece que las estuvieramos viviendo cada uno de nosotros, espero la siguiente entrega y felicidades por esa forma de escribir, saludos
ResponderBorrarMuchas gracias por comentar y por el apoyo. Estoy trabajando en el siguiente episodio todavía, pero me está costando más de lo que tenía pensado al principio.
BorrarQue nivel de capítulo! Me fascina el desarrollo de Julia, está trabajado al milímetro. Espero con ansias la siguiente entrega…ya todas las señales fueron dadas entre ellos, así que no puedo esperar a ver qué pasa. Saludos!
ResponderBorrarYa no quedan esquinas en donde Julia pueda esconderse, pero también hay que recordar lo que dicen de tener cuidado de una presa arrinconada.
Borrarcada capitulo es una obra de arte, el como esta desarrollado cada personaje con tanto cariño y tanta de dedicación, lo único que no me gusta es que siento que se esta llegando a un final :C
ResponderBorrar¡Muchas gracias por el comentario! Me alegra que esos detalles en los personajes puedan apreciarse. Con respecto al final, todo lo que empieza, acaba. Aunque, a decir verdad, yo creía que esta historia iba a acabar en el capítulo 40 (bueno, eso hasta hace unos meses, antes, ni creía que iba a tener más de 20 capítulos), pero por lo visto, aún van a haber unos 3 o 4 capítulos más :S
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