Estábamos listos. Sólo dejamos encendida la tenue luz de
noche que Julia sacó de un cajón de cosas viejas, la misma que alguna vez le
prestó a Raquel cuando era niña. Siguiendo el ejemplo de mamá, amontoné ropa en
la franja que había entre la puerta y el piso, con la esperanza de que mitigara
que el sonido o la luz se escaparan al pasillo. Ambos estábamos ansiosos, como
un par de niños a punto de cometer una travesura. Julia no podía ocultar su
sonrisa de anticipación y yo, menos.
—A ver, pues… —suspiré, secándome las gotas de sudor que
habían empezado a salirme—. Así le hicimos, necesitamos una señal para cuando
quieras que paremos.
—¿Una palabra de seguridad? —me preguntó mi hermana con tono
de asombro—-. Eh… ¡Michelle me habló de eso! —se apresuró a aclarar cuando vio
mi cara de sorpresa.
—Sí. Tiene que ser algo que jamás dirías, algo como “te amo,
Luís”, “hazme un hijo” o algo así —bromeé, lo cual hizo que su rostro se sonrojara
rapidísimo, aunque fue difícil apreciarlo con la tenue luz que salía de su buró—.
¿O se te ocurre algo más?
—Em… ¿“Pingüino”? —sugirió tímidamente.
—Por el culo te la empino —rimé aquella leperada como solía
escuchar a mis compañeros en el restaurante sólo para ponerla aún más nerviosa.
Ella bajó su mirada y sus pies se agitaron levemente—. Perdón, perdón. Sí,
puede ser “pingüino”.
—No vamos a hacer nada raro, ¿OK? —me recalcó con una voz
que buscaba demostrar seriedad, pero dejaba notar un poco de miedo, más que precaución.
—¿Más raro que una hipnosis de mentira? —pregunté
retóricamente.
—¡Luís! —protestó, molesta pero cuidando de no alzar la
voz—. ¡No te hagas!
—Julia —le hablé con ternura, como un adulto intentaría
apaciguar a un niño que dice ver un monstruo debajo de la cama. Me senté a su
lado, ella estaba en el centro de la cama y sostuve su mano, lo que acentuó el
tinte carmín de su cara. Ella se abochornaba, pero no me detenía, por lo que yo
había decidido que estiraría esa liga todo lo que pudiera—, te prometo que no
haré nada que no me dejes hacer.
Desde su posición, ella tenía que elevar la vista para
verme, así que sus ojos pasaron de mirar hacia arriba a esconderse de mí por un
rato y esto hizo que me preguntara qué tanto pensaba dejarme hacer. Mi compañero
se volvió a asomar entre mis piernas, había estado alistándose y descansando
por intervalos; y mi hermana lo notó.
—N-no vamos a… t-tener sexo —titubeó ella a modo de
advertencia.
—Está bien, está bien —la arrullé, sobando su brazo, lo que
hizo que se le erizara la piel—. Te lo prometo —le afirmé, sosteniéndome el
rifle, atrayendo su mirada una vez más a mi entrepierna—. ¿Quieres que lo
guarde? Puedo ponerme los bóxers.
—N-no… no hace falta —susurró con voz ausente, sin apartar
la vista del meneo de mi macana.
—Como tú digas —-anuncié, sonriente y me alejé.
Era innegable que ella estaba temerosa, parte de estirar la
liga es también aflojarla un poco de vez en cuando. Repasamos lo que íbamos a
hacer, cómo se supone que iba a ser la hipnosis falsa. Le repetí que si ella
decidía parar y luego volver a intentarlo, lo podríamos hacer; pero que
intentara aguantar lo más que pudiera. Mi intención también era parar si
llegara a ver que en verdad se pusiera mal. Ahora sí, podíamos comenzar.
Tomé su cepillo y lo sostuve con mi pulgar y mi índice por
el cordón que estaba anudado en el extremo de su mango. Empecé a balancearlo
frente a ella, a una distancia prudente de su rostro. Yo le había recomendado
que cerrara los ojos desde el principio para que tanto ella como yo
estuviéramos seguros de que no entrara en trance de verdad. Ella los cerró con
fuerza y suavemente, le dije que no frunciera el ceño y que relajara su rostro…
luego, sus puños. Lo hizo. Seguí hablándole con voz baja, pero exagerada, para
que ella recordara que todo era una farsa. Sin previo aviso, fui y le apreté
suavemente el dedo gordo del pie y ella respingó, pero volvió a mantener su
posición de reposo.
—¿Estás despierta, Julia? —pregunté con una entonación
sobreactuada.
Ella negó con la cabeza, lo cual me causó ternura y le pedí
que siempre me respondiera hablándome. Repetí la pregunta.
—No, amo —gruñó con una voz exageradamente grave, como de un
zombi de caricaturas.
No pude aguantarme la risa y tuve que pedirle perdón. Ella
volvió a ruborizarse y la expresión de su rostro amenazaba con reclamarme por
avergonzarla, pero pudo controlarse y se mantuvo recostada, con los ojos
cerrados.
Yo estaba siendo poco profesional e intenté calmarme
rápidamente. De la misma manera que antes, le expliqué que podía hablar
naturalmente, que sólo estaba relajada y en paz. Repetí esos dos conceptos como
si de un mantra se tratara. Eventualmente, la pena abandonó su cara y pasó a
estar totalmente relajada.
Volví a apretar el dedo de su pie para cerciorarme de que
siguiera conmigo. Su reacción fue más sutil, pero clara. Empecé a pedirle que
me dijera su nombre, a qué se dedicaba y cómo se sentía.
—Relajada y en paz, amo —respondió con esa voz somnolienta,
pero dulce. Era diferente a la voz monótona que hacían mamá o Raquel al estar
verdaderamente en trance (o en su defecto, la que mamá hacía cuando fingía
estarlo).
—No me digas así, mejor llámame por mi nombre o dime
“hermano menor” —sugerí despreocupadamente.
—OK, Luís —resopló. Los dedos de sus manos se separaron por
un instante y pude notar el par de protuberancias que comenzaban a adivinarse
en la tela del camisón que cubría sus pechos.
—Bien. Julia, hoy estás usando camisón. Me habías dicho que
preferías dormir desnuda.
—N-no es nada —respondió con una notoria incomodidad— Luís
—atinó en añadir.
—¿En serio? Parece que te pone nerviosa. ¿Por qué? Puedes
contármelo
—Yo… quería… ver lo que tú opinarías.
—¿En serio? —pregunté con curiosidad.
Me acerqué a ella y pude ver que lo había notado, sus puños
se cerraron por un instante y volvió a extender sus dedos. Sus labios se
fruncieron y aspiró profundamente para recuperar el ritmo pausado de su
respiración.
—Sí —dijo finalmente. Yo no dije nada y entendió que
esperaba una respuesta más elaborada—. Quería saber si te molestaría o si… me
pedirías que me lo quitara.
—¿Lo harías si te lo pidiera? —la interrogué con tono frío,
como haría un terapeuta en su consultorio o un científico a un sujeto de prueba
en un laboratorio.
—Sí —afirmó, luego, se dio cuenta de que debía confirmar
adecuadamente—. Sí, Luís.
—Hazlo, quítate el camisón.
Ella se incorporó y quedó sentada, sus ojos seguían
cerrados, pero sus movimientos no eran mecánicos como lo serían si estuviera
hipnotizada de verdad. Le costó un poco de trabajo recorrer la parte que quedó
bajo su trasero, pero completó su tarea. Lo hizo de una manera diligente, pero bastante…
humana. Le pedí que me lo entregara, lo hizo y yo lo aventé a una silla que
tenía a mis espaldas.
Julia se quedó sentada, esperando a que dijera algo. En
silencio, me acerqué y contemplé su cuerpo de una manera en que nunca había
podido. Los poros de su piel, la textura tersa, la forma en que su tórax se
hinchaba con cada inhalación y se relajaba con cada exhalación. Los dedos de
sus manos temblaban ocasionalmente, al igual que sus labios. Le dije que
volviera a recostarse y así lo hizo.
—Entonces, ¿te pusiste el camisón para saber si yo te
pediría que te lo quitaras? —pregunté con voz un tanto distante, mientras
apreciaba el tono rosado de sus pezones de cerca.
—Sí, Luís —me respondió, esta vez, con un tono obediente,
como el de un soldado a su sargento.
—¿Por qué? Dime.
Fueron apenas unos instantes, pero pude apreciar un cambio
en ella de cuando sólo le hice la pregunta y cuando después le ordené que me
respondiera. Primero, ocultó su labio inferior en señal de no quererme decir,
pero luego, al recibir mi instrucción, fue como si su boca se relajara. Tragó
saliva y obedeció.
—Me gusta cuando dejas de fingir que no me quieres ver desnuda…
Luís —agregó al final de su oración, una especie de “cambio” para cederme la
palabra.
—Yo creí que te incomodaba y te molestaba —le dije
seriamente, con voz fría. Ella aspiró hondo y exhaló entrecortadamente—. ¿Ya
no?
—Me da pena —soltó con una voz natural, se aclaró la
garganta de inmediato y corrigió su tono—. Pero me gusta. Creo que desde
siempre.
Una vez más, su respiración se agitó y le tomó un par de
intentos volver a apaciguarse. Yo no dije nada y ella entendió que quería que
continuara con su respuesta.
—Desde que eras chico, me gustaba cómo me veías —siguió
explicando, el tono de su voz se iba relajando poco a poco—. Era tierno. Yo
pensaba que era halagador que me vieras así, sin importarte que fuera tu
hermana. No era algo de lo que pudiera presumirle a nadie, pero en el fondo, me
hacía sentir feliz.
«Cuando empecé a andar en la casa sin brasier —siguió
narrando, su voz ya sonaba más confiada—, fue para que me vieras. Me gusta la
manera en que me ves, aunque sea pervertido, aunque seas mi…
—Aunque seas mi hermana —le ayudé a terminar su frase. Ella
asintió y una sutil sonrisa se dibujó fugazmente en sus labios—. O sea que,
desde que éramos chicos…
Sus labios se volvieron a fruncir y asintió tan levemente
que apenas se pudo apreciar. Mi corazón latía apresuradamente, mis recuerdos
estaban borrosos, pero tenía una idea vaga. De mí viendo de reojo a Julia
cuando llevaba shorts diminutos y tops que dejaban adivinar toda la forma de su
busto, o cuando asechaba en ese rincón de mi puerta que me permitía ver cuando
ella entraba y salía de bañarse. Alguna vez pude verla de costado… el recuerdo
de mis chaquetas me abrumó y me invadió la vergüenza.
—Entonces —dije tras una pausa considerable—, ¿te gusta que
te mire?
—Sí, Luís.
—¿Y, en ese caso, por qué no andas desnuda por la casa? Mamá
y Raquel ya te han visto.
—Porque… quiero que me veas tú —respondió con tono firme,
pero aún apenado—. Yo… mi… No quiero que ellas vean… no quiero que me vean.
Sus piernas comenzaron a agitarse ligeramente y mi atención
se fue a esa mata de vellos que también se movía con su cadera.
—¿Es por esto? —pregunté, acariciando ese arbusto de vellos
castaños. Ella respingó y los dedos de sus pies se encogieron—. ¿Te da pena?
Puedes rasurarlo, no tienes que depilarlo completamente.
—N-no es eso —respondió con dificultad. Otra vez tomó aire,
lo retuvo un rato y finalmente, soltó—. No quiero que vean… que me excita.
Su voz se quebró en esa última palabra que apenas alcanzó a
pronunciar. Su boca se torció y un espasmo sacudió su pecho, yo sabía lo que se
sentía que el corazón quisiera salírsete de las costillas. Ella estaba al borde
del llanto. La hubiera abrazado, como había hecho con mamá, pero algo me dijo
que no lo hiciera. Mi mano se posó sobre la suya y la alenté a que me apretara
con todas sus fuerzas. Sus inhalaciones se hicieron bruscas, pero no se quebró.
—Te da pena. Lo entiendo, es… totalmente normal —dije,
buscando consolarla—. Pero, luego de todo lo que ocurre en esta casa, Julia,
¿por qué? ¿Qué más daría si sabemos que te excitas?
—N-no sé —titubeó otra vez, le fue difícil conservar un tono
de voz neutral—. No es lo mismo, Luís.
Dijo mi nombre casi rogándome, Mi otra mano se unió a la
primera y la contuve mientras ella me sujetaba firmemente. Le ordené que despertara
y tan pronto sus ojos se abrieron, se humedecieron. Una primera mirada
atemorizada se apartó de mí, pero de inmediato, levantó su torso para abrazarme
y soltar un sollozo contenido. Sólo eso, un suspiro prolongado que se
entrecortaba y que apenas se escuchó. Mis brazos la cubrieron y ella se apartó
casi de inmediato, limpiándose las escasas lágrimas con la palma y sonriendo amargamente,
agachando la cara.
—¡Uy! Je, je —dijo sin alzar la vista—. Eso fue… —bufó,
buscando una palabra— fuerte.
—Perdóname, Julia. No creí que…
—No, no. No es tu culpa. ¡Uf! —resopló mi hermana, liberando
el aliento contenido en su pecho—. Ja, ja, ja. ¡No creí que iba a poder seguir!
—dijo con un gran alivio y un poco de alegría—. ¡Eso estuvo fuerte!
Yo solamente sonreí, disculpándome repetidamente hasta que
ella alzó la mano para pedirme que me detuviera. Cuando por fin me volteó a
ver, su sonrisa había dejado de verse incómoda, estaba contenta de verdad.
—Sí es diferente —comenzó a explicarme, buscando mi mano
para sostenerla nuevamente—. Sentí como si no tuviera excusas para no
responderte. No me hipnotizaste, ¿verdad? —dijo, sin esperar realmente una
respuesta mía, aunque estuviera negando con mi cabeza frenéticamente—. Digo, te
escuché todo el rato… Pero… ¡Ah! No sé, quería ver hasta dónde podía llegar.
—Sí, pero yo creo que fui muy rápido. Hubiera ido poco a
poco.
—No creo. Yo no sentí que fuera así —comentó para
reconfortarme—. La verdad —rio—, creí que ibas a hacer que te agarrara el pito otra
vez o algo así.
—¿¡Ah, sí!? —le pregunté con indignación—. ¿Eso es lo que creíste
que iba a hacer?
—Puede ser… —dijo ella sugerentemente, alzando su hombro e
inclinando su cara—. Estaba “hipnotizada”, ¿no? ¿qué hubiera hecho si me pedías
algo así?
—Am… ¿decir “pingüino”, tal vez? —le señalé con obviedad.
—¡Ah! —Ahora ella era la indignada—. ¿Crees que con eso me
hubiera rendido? ¡Hum! —refunfuñó infantilmente— ¡Qué poca fe me tienes!
—Ya te quisiera ver —refunfuñé, justamente, con poca fe—, te
ponías toda nerviosa con unas preguntas, señorita “¡Ay! No quiero que vean que
se me moja la cuca”
Ella alzó la mirada y me vio con los ojos bien abiertos y
una cara de exaltación, escondiendo sus labios dentro de la boca para prevenir
lo que fuera que hubiera pensado en decir o gritarme. Su mano se zafó de la mía
y me propinó un golpe sordo en el brazo tan fuerte que me dejaría una marca al
día siguiente, dolió de verdad. Y así, las lágrimas y la tensión había quedado
atrás. Bueno, quizás no toda la tensión.
—Entonces, ¿te gusta que te vea? ¿Y qué tal cuando te
abrazo?
Mi hermana se llevó las manos a la boca y soltó un chillido
agudo de pena y rio como una niñita traviesa cuando me abalancé sobre ella y la
rodeé con mis brazos una vez más. Reía como si le dieran cosquillas y yo hice
que los dos termináramos recostados.
—La verdad, no puedo verte bien con esta luz —gruñí a
escasos centímetros de su oreja.
—Dejémoslo así por hoy —rio ella, al fin con ese tono de
seguridad y autoridad de hermana mayor.
—¿En serio? No que querías agarrarme el pito y todo eso?
—¡Menso! —volvió a reír, sacudiéndose dizque para zafarse de
mí.
Sentí sus glúteos en mi pelvis y lentamente, mis antebrazos
se dirigieron a sus pechos hasta que mis palmas los contuvieron sin disimulo.
Su risa se transformó en resoplidos y luego, en jadeos.
—Luís… —susurró, casi suplicante.
—¿Puedo?
Y estando yo a sus espaldas, pude ver que su cabeza asintió.
Tomé una buena bocanada de aire como si estuviera a punto de sumergirme en el
agua y me dispuse a seguir manoseando ese par de globos. Tenía muy presente el
recuerdo de cómo se sentían los de mamá y los de Julia podían ser apenas un
poco más grandes. Eran suaves, pero ligeramente más firmes, como si estuvieran
más llenos. Me recreé un buen rato y me deleité con sus jadeos. Además, estaba
la sensación de sus nalgas gusto sobre mi riata. Ya iba cobrando forma otra vez
y empecé a frotarlo entre ese par de bollos.
Una de mis manos se separó de su pecho y se aventuró a
atravesar su vientre para volver a palpar ese pequeño bosque de pelitos de una
textura completamente distinta a su cabello suave. Ella contuvo la respiración
hasta donde pudo mientras las yemas de mis dedos buscaban sentir su pubis,
adentrándose entre aquellos folículos. Justo como hacía en los masajes, mi
índice y dedo corazón se separaron y presionaron conforme descendían en ese
pequeño espacio que habían dejado sus muslos. Por accidente, rocé ese botón que
hizo que se le escapara un gemido.
—¡Luís! —susurró apurada y yo me detuve—. Apaga la luz.
Tieso como lo traía, me apuré en hacer la pirueta que me
permitió arrancar esa cochina luz de noche del buró que tenía tras de mí y
retornar al sitio exacto entre sus cachetes en el que mi verga se había
resguardado. Ella sólo rio por lo aparatoso de mis movimientos y me premió con
un nada delicado meneo de su cabús.
Mis dedos buscaron a tientas el sitio marcado por mi memoria
muscular al que debían volver. El calor y humedad se acentuaron en mi ausencia
y yo no hice más que alegrarme por ello. Me adentré entre ese par de muslos
tersos y pude palpar el origen de aquél clima tropical. No era ajeno a esos
pliegues, ya mojados, pero ahora los exploraba desde otro ángulo. Julia dejó
salir un par de gemidos tímidos que intentaba hacer pasar por inocentes
suspiros y mi boca se fue a posar en su músculo trapecio, el cual se tensó al
sentir mis labios mientras ella ahogaba un grito con una aspiración honda.
Sus piernas se movieron y me facilitaron llegar a esa
abertura, la fuente de aquella fuga que tenía la pobre. Era consciente de las
palpitaciones de mi mástil en su trasero, el cual parecía no querer estar
quieto más tiempo. Con cada roce, con cada caricia que le diera, ya fuera con
mis manos, mi boca o mi miembro, ella se estremecía. Era una droga para mí,
como si pudiera oler las feromonas que ella emanaba y me embriagara con su piel
y sus pujidos y gemidos. Yo ya no podía ser sutil ni delicado, además, ya no
hacía falta.
Y así como me encontraba, con mi rostro pegado a ella, pude
experimentarlo. El estremecimiento, ese escalofrío que la recorrió desde lo más
profundo de su columna hasta su nuca, el reflejo por enmudecer su gemido con la
mano y las secuelas de aquel pequeño sismo. Aspiré hondo, como si el aire
alrededor tuviera más de esa droga que me estaba intoxicando y manteniendo al
borde de mi humanidad y mi instinto animal de poseerla.
Era ahora o nunca, lo supe, Rápidamente, me escurrí hasta
colocarme de pie justo en frente de sus pies, y me arrastré hasta que mi cara
rozó sus piernas, las cuales se cerraron al notar mi presencia. Ella sólo gruñó
algo incomprensible, pero mis manos se posaron sobre sus muslos y, aunque
tensos, cedieron sin mucha dificultad. Mi mentón se acomodó justo en frente del
origen de toda esa conmoción. El aroma… ¡Dios mío! ¡Ese aroma! Era dulce de verdad,
era más que eso, era verdaderamente embriagante. Fue como si Raquel fuera una
bebida fresca, mamá, una más dulce y concentrada; pero Julia, era como un trago
de whisky, un buen whisky.
De más estaría decir que no pude resistirme. Mi lengua
irrumpió con avidez, con una sed peligrosa que ni siquiera sabía que tenía. ¡Dios!
Me dieron escalofríos tan sólo de recordar la sensación de sus uñas rascando mi
cuero cabelludo aquella noche mientras degustaba por primera vez de la esencia por
la que me podrían bien condenarme por el resto de mi vida. Era el sabor de
Julia, mi hermana mayor. Ese por el que sufriría el aplastamiento de sus
piernas tersas en innumerables ocasiones en el futuro. Ese que siempre venía
acompañado del tacto de sus garras en mi coronilla y de esos jadeos que se
agudizaban hasta culminar en el más dulce de los elíxires.
Bebí y bebí, a pesar de que ella quiso apartarme al venirse
por segunda vez. Quería seguir hasta que callera desfallecido o mi mandíbula se
me desencajara. Pero ella no iba a permitírmelo.
—¡Eres… un… bruto! —me regañó, enfatizando cada palabra con
un golpecito en mi pecho.
La escasa luz que se colaba de las cortinas en su ventana
nos hacía vernos como sombras, pero podíamos adivinar la ubicación el uno del
otro con facilidad. Y claro que podíamos estar seguros de que el otro también
estaba sonriendo. Ella estaba sentada, sentada con sus piernas cerradas,
protegiéndose de mí. Y yo, recostado con la mitad del cuerpo sobre el colchón y
mis piernas extendidas hasta tocar el suelo. Me acerqué y me dejó abrazar su
cintura. La fina capa de sudor que la envolvía la había hecho fría al tacto y
me recreé un poco más con aquella combinación enervante de los aromas de su piel,
su transpiración y su sexo.
—¿Es en serio que te gusta? —me preguntó más tarde.
Ya nos habíamos acostado nuevamente y cubierto con las
sábanas, supuestamente listos para dormir. La silueta de su rostro mirando en
mi dirección en medio de la oscuridad me hizo imaginarla con esa expresión
sonriente y curiosa que me hizo sonreír como un tonto.
—Más de lo que te imaginas —le respondí con voz boba.
—“Me estoy portando mal y me fascina” —coreó la letra de la
canción cuyo título yo había nombrado sin pensar. Y no podíamos dejarlo así
nada más.
—¡Ié, ié! ¡Ói-ói-oh! —canturreamos al unísono y las
carcajada no se hicieron esperar.
—¡Ay, no! ¡Qué tontería! No puede ser que estemos tan mal de
la cabeza.
—¿Y lo dices por la canción? —pregunté, incrédulo y burlón—.
¿No por estar los dos desnudos o por haberte venido en mi cara? ¡Au!
Su palma aterrizó en mi nariz, pero luego de un par de
intentos, pudo taparme la boca. Nos volvimos a reír como si fuéramos un par de
borrachos o mariguanos. Sentí su frente sobre la mía y las risas se
convirtieron en un silencio, uno cálido y pacífico.
—¿Estás seguro de que no vas a hacerte cargo de eso? —me
preguntó Julia, divertida, refiriéndose a mi erección que se negaba a
aplacarse.
—¡Eh! Mañana me tocará hacerlo con Raquel y ella es muy
quisquillosa. Se queja cuando me vengo poco o no sale espesa.
—¡Agh! —exclamó con asco—. Demasiada información. En serio
no puedo creer que les guste… tragarse eso.
—Te acostumbras —le dije con naturalidad.
—No lo creo —opinó ella, desafiante.
—No lo has probado —argumenté.
—¡Eso… —iba a espetarme enérgicamente, pero se paró en
seco—. Es verdad —admitió con desagrado.
—Tampoco es que tengas que hacerlo —me apuré en aclararle y
que dejara de portarse a la defensiva—. Digo, ¡se siente poca madre! Pero
tampoco es la gran cosa si a ti no te gusta —comenté a modo de broma con una
obvia intención manipuladora.
—Sigue con tus truquitos de psicología inversa… —gruñó
Julia, pero dejó su amenaza inconclusa—. Lo que me preocupa es que se te vuelva
a salir algo y termines mojando la cama otra vez.
—Pensándolo bien, mejor voy al baño —dije, bostezando.
—¡Pero primero ponte algo!
—¡Sí, mamá! —murmuré con sarcasmo y una almohada me impactó
en la nuca—. Je, je. Buen tino.
Sólo la oí hacer el típico sonido que hacía cuando me
enseñaba la lengua. Me vestí, fui y descargué mi vejiga y al regresar, me vengué al recoger la almohada y aventársela de vuelta. Después, fue su
turno de usar el baño y, al igual que yo, tuvo que vestirse y tan pronto puso
el seguro en la puerta al volver, se desvistió con una sonrisa que apenas podía
adivinarse con la tenue luz que se colaba de la ventana. Estábamos inquietos,
mis caricias provocaban risas tímidas y ligeros manotazos, pero nada me impidió
abrazarla fuertemente, con nuestras manos entrelazadas. Nos costó trabajo, pero
en algún punto de la noche, logramos conciliar el sueño.
—¡Ash! ¿No me lo vas a contar entonces? —protestó Raquel,
estrujando mi macana con la maestría que la caracterizaba—. ¡O sea! Encima que
me traes a donde te traes a todas…
Estábamos en el motel. Pudimos conseguir el mismo cuarto que
habíamos usado mamá y no paramos de bromear al respecto (aunque no estoy seguro
de que ella intuyera que con la primera con quien estuve allí era Julia). Ella
estaba que echaba chispas, ansiosa, hambrienta. Los abuelos apenas habían
llegado hacía días pero ella se portaba como si no nos hubiéramos visto en
semanas. Ni siquiera cuando regresaba de sus fechas fuera de la ciudad. Por más
que me dijo todo el día (por mensajes y por llamada de camino al motel) que no
podía esperar a sentir mi verga dentro de ella, su obsesión por mamármela no
iba a desaparecer.
Y claro que yo estaba devolviéndole el favor. Pude comprobar
que su sabor y el de Julia era muy distinto, pero tampoco diré que no lo
disfruté como siempre. Sabía saciar mi sed con esas mieles, las primeras que
había probado en mi vida y sabía cómo recolectarlas. Mi recompensa me empapó la
cara al mismo tiempo que su boca succionaba desesperadamente y su lengua
buscaba volverme loco. Definitivamente, no era lo mismo hacerlo fuera de casa y
más al no tener que preocuparse por hacer todo el ruido que quisiéramos.
Y vaya que hicimos ruido. Le aparté mi verga de la boca para
metérsela tan pronto como pude, mientras ella aún seguía sensible por su
orgasmo. A ella le encanta chillar y armar un escándalo.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Sí! —gemía mi hermanita sin pudor y tan alto
como quería— ¡Así! ¡Métemela hasta el fondo!
Nuestras pelvis se encontraban y separaban a una velocidad
endiablada. Extendió sus manos para que la sujetara por las muñecas y disfruté
de la imagen de sus pechos, apretados pero rebotando con cada una de mis
embestidas. Entre los gemidos, emergió un grito agudo y breve, así supe que se
había venido una vez más y como yo estaba al borde, tuve que volver a actuar
rápidamente. En un parpadeo, me encontraba encima de ella, con sus pechos
debajo de mis huevos y su cara en la mira.
El primer chorro la tomó desprevenida, con lo abrumada que
estaba por su segundo clímax, pero en cuanto debió sentir mi descarga tibia
sobre su rostro, su boca se abrió, lista a recibir lo demás.
—¡Mmm! —saboreó, encantada—. Yo pensé que no iba a salirte
bien.
—Sé que te gusta espesa —jadeé—. Por tu culpa me tuve que
aguantar toda la noche.
—¿No usaron los condones anoche? —preguntó con una
incredulidad irónica, gesticulando una mueca de fastidio infantil.
—¡Que no! ¡No lo hemos hecho, Raquel! —le respondí con
hartazgo, poniendo los ojos en blanco y apartándome de ella.
—Pero bien que andaban a risa y risa… después de lo que sea
que hicieran —soltó su dardo, alzando las cejas y con esa mirada felina—. Se
oyó todo, Luís, la pared del cuarto pega con la mía.
Se incorporó y se dirigió al espejo para admirar mi venida
en su frente y se apuró a tomarse una selfie. Posó con una V de victoria en su
mano libre y sacando la lengua antes de que el flash la iluminara y de
inmediato empezó a teclear algo en su teléfono.
—¿A quién le enviaste la foto? —pregunté, preocupado.
—A nadie —me mintió indisimuladamente a la cara, de nuevo
con ese tono de fastidio.
—Raquel… —dije gravemente con tono de advertencia.
—No es nada, ¿OK? ¡Mira!
Me puso la pantalla del celular tan cerca de la cara que me
cisqué y cerré los ojos. Al abrirlos, tomé el teléfono y vi una conversación.
Mi hermanita tenía una larga lista de mensajes sin ninguna respuesta, no había
una foto de perfil y el nombre del contacto no me decía mucho.
—¿”Esa”? —le pregunté, extrañado.
—Es el número de Tere —dijo con molestia, pero su voz sonaba
apagada—. O era, no sé. Le puse así porque “zorra inmunda” se veía feo.
Me fue imposible seguir mal encarado después de oír eso.
Sólo resoplé y seguí deslizando la pantalla hacia arriba y me encontré una
serie de mensajes, algunos muy largos, otros cortos, casi todos agresivos; era
evidente que Raquel no había tomado bien la manera en que Tere se había alejado
de nosotros. Vi lo suficiente para devolverle el teléfono y ella lo dejó en la
mesita sin decirme nada.
—Te dije que no era nada —refunfuñó inmóvil frente al
espejo, escondiendo la cara detrás de su pelo como si de un espectro de
película se tratase.
—Perdón, me preocupé de que se lo hubieras enviado a alguien
más… —dije, apenado.
—¿Quién más podría ser? —me cuestionó, aún con esa voz
apagada—. ¿Mamá? ¿Julia?
—No… no sé. Pensé que habría sido Alondra.
—¡¿Cómo crees?! —gritó, exaltada pero también asustada—. A
ella no le mando nada de esto. ¡Imagínate si se entera! —agregó, un poco más
avergonzada que irritada.
—Pues… yo creo que podría caerle bien mamá — solté, con tono
sugerente.
—¡Eso te gustaría, cochino! —se jactó, peinándose la melena
para descubrir completamente su rostro y mostrarme el fuego reavivado en su
mirada y esa sonrisa pícara que sólo me provoca agarrarla a besos.
Me lancé sobre ella, intentó escapar, pero tampoco le echó
muchas ganas. Chilló y rio al ser capturada y aunque forcejeaba para intentar
soltarse, de nuevo, no opuso tanta resistencia a mis besos y mis caricias. Me
encontré con sus mejillas y un poco de mi venida se me pegó a la cara, cosa que
ella aprovechó para lamerme. Esa mezcla entre seducción y jugueteos casi
infantiles era otra cosa de Raquel que me hacía dejar de pensar en todo lo
demás. Estar a solas con ella me hacía olvidar que estábamos en un motel, que
el encargado se me quedó viendo con asombro al verme de nuevo y con esa chica
que apenas aparentaba su mayoría de edad o el hecho de que un par de inquilinos
más nos escucharon hablar nuestras marranadas de camino al cuarto. Esa era la
magia de estar con Raquel, era capaz de monopolizar mi cabeza y lograr que sólo
pensara en lo que haríamos los dos.
De pronto, como si hubiera un parpadeo en mi memoria, me
encontré dándole por detrás. Estábamos de perrito y ella estaba disfrutando de
la vista que le daba el espejo de nuestros perfiles. Su cabello alborotado por ella
misma para seducirse a sí misma y su mano libre en su clítoris; marcas de mi
mano en sus nalgas enrojecidas y una sinfonía de gemidos dignos de una porno. Yo
fui el primero en venirme (¿Y cómo no hacerlo, con ella apretando tanto?) y ella
se ajustició sola con sus caderas un par de veces más hasta acompañarme con ese
deleite de espasmos al acabar también.
Mis manos se apoyaron en las suyas y mis brazos apenas
pudieron soportarme al inclinarme para jadear justo sobre su nuca y poder ver
sus vellos erizarse en su omóplato, sin mencionar esa última contracción con mi
verga aún dentro. Definitivamente, no podía pensar en nada más y en nadie más en
ese momento y, en verdad, ¿alguien podría reprochármelo?
—Me gusta… —suspiró mi hermanita.
—¿Qué? ¿Verte en acción?
—Vernos… —ronroneó,
recostándose para verme y sonreírme sin separar sus labios fruncidos—. Fue como
si…
—¿Nada más importara?
—¡Pfft! —Profirió una pedorreta y su lengua se asomó debajo
de sus dientes, la expresión en su mirada era de una fiera jugueteando con su
presa, pero su cara se sonrojó con mi comentario—. Eres un cursi… bobo…
ridículo…
Con cada palabra, su cara se acercaba a la mía,
entrecerrando sus ojos cada vez más. Lentamente, sus manos enmarcaron mi rostro
y nuestros labios sellaron un sentimiento tan puro y a la vez tan complejo que
sedó mi cerebro unos segundos más.
—Si algún día todo se va a la verga, prométeme que huirás
conmigo —balbuceé como haría cualquier ebrio en una cantina.
—¿A dónde? —rio como una chiquilla, con una voz que repicaba
como campanas de cristal.
—A donde sea —seguí hablando sin pensar—. Con que nadie nos
conozca, ahí la haremos.
—¡Estás todo menso! Dices eso y te portas así ahorita… pero
luego vas y te coges a mamá o a Julia.
—Eso querías, ¿no? —dije con tono sugerente y juguetón.
—¡Ay! —exclamó, reprochándome con una mirada afilada—. Y a
ti, bien que te encanta… maldito. Tres cucas y todas en la misma casa.
—Bueno, tampoco me voy a quejar —admití, buscando sonar
tranquilo. Busqué sus ojos, pero ella no estaba mirando en mi dirección—. Pero,
ya, en serio. ¿Qué traes ahora?
—Es que… —empezó a hablar con tono vacilante— a veces,
pienso que sólo nos endulzas el oído a cada una con lo que nos gusta. ¿Y si al
final todo es puro cuento?
—¿De qué hablas? —le dije, ahora sí contrariado.
—Nunca eres igual —empezó a decir con voz reflexiva—. Eres
tan diferente cuando estamos solos, aquí, en la playa… en la casa… Pero luego
veo cómo eres con mamá, con Julia… O me entero cuando me cuenta mamá… o cuando
chateaba con Tere. Haces lo que hace falta para tenernos contentas…
Ahí estaban, esas palabras, prácticamente lo mismo que mamá
había dicho para animarme el día anterior, mi hermanita lo estaba usando para
hacer que el suelo bajo nosotros empezara a tambalearse.
—¿O sea que crees que sólo finjo para estar con cada una?
—¿Y no es así? —soltó, finalmente posando su mirada sobre
mí—. Conmigo eres atento, romántico y hasta cursi; con mamá te portas como un
bruto abusivo y con Julia, eres un pinche perro lambiscón.
Dijo esto último con tanto desagrado que en verdad me hizo
sentir mal. Era obvio que llevaba pensando en eso durante un buen rato, la
forma en que lo dijo sonaba casi ensayada. Mi instinto me hizo abrazarla, ella
no me lo impidió, pero se quedó un tiempo inmóvil, fría, antes de buscar mis
manos.
—Es verdad, tienes razón —le confesé, acariciando su hombro—.
Yo hago lo que les gusta a cada una… pero, tampoco es así…
—¡Ay! ¡Sí lo sé! —pujó mi hermanita, molesta, aunque no
conmigo—. Pero, ¡no es justo! Tú… ¡Tú! —empezó
a balbucear, apoyando su cara en mí—. ¿Por qué? Si tan sólo… fueras tú… y yo…
—Raquel… ¿qué estás diciendo? —le pregunté, verdaderamente
confundido.
—Todo sería más fácil si no fueras… si sólo pudieras…
—A ver, a ver… ¿Si no fuera, cómo?
—¡Si sólo fueras así, como eres conmigo y ya! ¡Ah! —se quejó
al escucharse decir eso, los dedos de sus manos se agitaron, engarrotados por
la frustración que la asediaba—. O sea… no es eso —gimoteó, incapaz de mantener
más la compostura.
Empezaba a entender lo que estaba tratando de decirme y sólo
la apreté más hacia mí. Ella se privó y su respiración se entrecortó por un
buen rato, cada uno enfrentando su propio huracán de pensamientos y
sentimientos.
No podía entenderla del todo. Es decir, ella había sido la
que quiso todo esto desde un inicio, ¿no? Que no me detuviera hasta que Julia… Y
antes, con Tere, fue ella la de la idea del noviazgo falso. ¿No fue ella la que
me insistió… con mamá? ¿No había sido todo eso ideas suyas? Quiero decir, yo la
hipnoticé, pero nunca fue mi intención que todo lo demás pasara. Digo, fuera de
lo que ocurría entre nosotros dos, lo demás salió de ella. Lo de andar desnudos
en casa… ir al hotel… su fantasía de un harén.
Pero no era momento de señalárselo, no ahí, no así. Raquel
se aferraba a mí, sentí que ella estaba haciendo todo lo que podía por no
romper en llanto. ¿Cómo podría decirle eso sin que sonara como que la culpara
por todo? No quería hacerle daño, pero esto no era algo que pudiéramos dejar de
lado.
—Entonces, ¿en verdad no quieres que las cosas sigan así?
—dije al fin, con voz grave, pero convencido de que eran las palabras
adecuadas. Ella permaneció callada, resoplando en mi pecho—. ¿Ya no quieres
que…
—Quiero saber —bufó bruscamente mi hermanita, cuidando que
su voz no se entrecortara— qué es lo que tú quieres, qué harías si no estuviera
yo aquí… quién serías en realidad.
—Raquel…
—¡Dime! —me interrumpió rápidamente y en un parpadeo, se
zafó de mis brazos y gateó tras de mí, al centro de la cama—. ¡Muéstramelo!
Se hincó, clavando esos ojos color miel en mí con una
expresión que no me permitió saber si era una orden o un ruego. Yo estaba en
shock, todo me daba vueltas. ¿De dónde había salido todo esto? ¿Cómo había
pasado?
—Por favor —suplicó al fin.
—Raquel, la verdad, no sé qué hacer —le confesé, sin
esperanzas.
—¡No pienses en mí! —me reclamó—. Haz de cuenta que soy yo.
—¡Ay, sí! —protesté— ¡Así, nada más! Aquí la actriz eres tú.
—Pues hipnotízame
Volvió a salir con eso, de la nada y, como muchas otras
tantas veces antes, con una sonrisa desafiante y una mirada que encerraba
picardía y ahora, un poco de impaciencia. Pero ahora era diferente, no sólo
estaba toda esta loca conversación que estábamos teniendo, sino que también
estaba el hecho de que yo sabía lo que ella y mamá habían platicado a solas. Esta
vez, no tenía por qué decir que no. Estábamos a solas, en un motel, en el mismo
cuarto en el que había estado con mamá el día anterior.
—¿Como mamá? —dije, con una media sonrisa villanesca.
Esa expresión provocadora se le borró del rostro en un
instante. Seguía hincada y el rostro empezó a palidecerle.
—¿Te dijo lo que hicimos ayer?
Fue mi turno de hablar. Lenta y fríamente, le conté lo que
ocurrió en los baños del centro comercial y luego, en esa misma habitación. Cada
detalle, cada minúsculo dato de cómo nuestra madre y yo gozamos pretendiendo
que ella estaba en trance y dándome entero control sobre su cuerpo y mente;
sólo hacía que el rostro de Raquel se sonrojara más y más. Seguía hincada, atenta
a mi relato, sus pezones estaban duros y su mano se había ido acercando a su
entrepierna, pero no se había animado a hacer nada.
—¿Quieres que te hipnotice? —pregunté de manera retórica,
pero ella asintió, con ese brillo en los ojos que hacía mucho no le veía y una
sonrisa plena—. Je, je. Ok, lo haremos. Pero vas a estar despierta.
—Pero yo quiero…
—Voy a hipnotizarte y harás lo que te diga —dije y ella
soltó un chillido de emoción—, pero vas a estar consciente de todo.
Le tomó un poco procesarlo, apenas unos instantes, pero pegó
un brinco y se lanzó hacia mí y se detuvo en seco a casi nada de impactar
conmigo. Fue como si se diera cuenta de que tenía que portarse como una esclava
obediente y volvió a hincarse. Le ordené que se acostara y mi hermanita
simplemente no podía contener su emoción al obedecerme, cosa que nos hizo más
difícil que entrara en trance. Definitivamente, nunca me hubiera imaginado
estar en un motel con Raquel, perdiendo la calma porque no podía lograr
hipnotizarla.
Para cuando lo logramos, mi frente ya había empezado a sudar
y yo también tuve que respirar hondo cuando pude comprobar que ella al fin
estaba en trance. Me había costado tanto que decidí crearle un gatillo como a
mamá. Opté por colocárselo en el dedo gordo del pie para que fuera en un sitio
en donde ella supiera cuando lo haría en el futuro, tuve el presentimiento de que
no iba a ser la última vez que haríamos esto y el tiempo me daría la razón. Le
di la instrucción de que obedeciera todas mis órdenes estando despierta y que
al hacerlo, no sólo se excitaría de sobremanera, sino que también dicté que
sentiría pequeños orgasmos cada que yo la felicitara por ser obediente. Y tras
repasar todas las indicaciones, la desperté.
—Abre los ojos y
siéntate —le dije ni bien le pedí que despertara.
Ella dejó escapar un gemido y se apresuró a acatar la orden,
sentándose al borde de la cama. Me acerqué para contemplar las pupilas
ligeramente dilatadas, sus mejillas sonrojadas y su sonrisa de oreja a oreja.
—Tú quisiste esto, ahora no puedes negarte a nada de lo que
te pida —le anuncié con voz suave, pero fría y autoritaria. Ella sólo asintió—.
Si te digo que camines en cuatro patas y gatees por el suelo, tú…
Raquel se mordió el labio inferior y se dispuso a
demostrarme cómo obedecería, aunque aquello no había sido una orden en sí. Se
me dibujó una sonrisa perversa en el rostro y la sangre comenzó a fluir desde
la nuca hasta los talones.
—Bien, bien… —gruñí acercándome a esa perrita que me recibió
moviendo el culo desnudo—. Buena chica.
Y ahí comprobé que su programación había sido un éxito al
ver que los dedos de sus pies se contrajeron y sus muslos temblaron levemente. Me
acerqué a acariciarle su “lomo” y comprobar que efectivamente, estaba sensible
tras su pequeña descarga de placer por mi cumplido.
—¿Ves? Si eres buena y obedeces, esa será tu recompensa.
Ahora, levántate y ponte boca arriba.
Quiero cogerme tu boca, como lo hice con mamá.
Le tomó un tiempo ponerse de pie, pero, como no podía ser de
otra forma, cumplió la tarea diligentemente. Pude notar que esperaba otra
recompensa, pero no se la di. Me vio acercarme y abrió la boca sin que se lo
pidiera, cosa que detonó algo en mí, una especie de comezón en mi palma, algo
que sólo me pasaba con mamá.
—¡AH! —gritó al sentir mi manotazo en su pecho y se sobó—
¿Pero, qué…
—Si tantas ganas tienes de que te coja por la boca, más vale
que te lo ganes. Acuéstate.
Ella obedeció sin decir nada, aunque sí gimoteó levemente al
escuchar mi indicación. Quiso frotar nuevamente la zona de mi impacto pero sin
que dijera nada, apartó la mano como si aquello la quemara, esperando no
provocarme nuevamente. ¿Ameritaba un elogio? Me pareció que no.
Mi índice recorrió lentamente su cuello, palpando la tráquea
debajo de la piel y sintiendo sus estertores resonar dentro de ella; todo esto
mientras mantenía alejada mi macana de su boca. Ella había empezado a salivar y
pude disfrutar de toda la locomoción de su faringe al tragarla. Tenerla así, a
ella y no a mamá, estaba haciendo que me hirviera desde la espalda hasta los
antebrazos. Jugueteé un poco con la paciencia de mi hermanita e hice que su
ansiada golosina flotara a casi nada de su boca y su nariz, la dejé olerla,
sabía que se le antojaba. Despacio, fui acercándome a sus labios y en cuanto detectaba
algún movimiento de ella, me apartaba. Así, froté con mi carne sus labios, sus
mejillas, su nariz y su frente. Estaba seguro de que estaba volviéndola loca,
pero esa sonrisa me decía que no íbamos por mal camino.
Cuando por fin pude introducir la punta y sentir cómo su
lengua buscaba apartarse, seguramente luchando contra el impulso de lamerme
como solía hacer, sentí nuevamente esa comezón en mi palma. Esta vez, yo era
quien debía contenerme, superar ese instinto de enrojecer su mejilla como
habría hecho con nuestra madre. No, Raquel no soportaría semejante castigo, así
que me aferré a volver a palpar su cuello. Y entonces, en un parpadeo, mi deseo
tomó el control y mi cuerpo actuó por cuenta propia. Había arremetido de forma tal
que mi glande tocó la entrada de su garganta y la mitad de mi verga se encontró
con una boca turbulenta que apenas podía contenerla sin toser. Por un instante,
me pregunté por qué no me apartaba y la dejaba respirar a gusto. ¿Por qué
estaba sonriendo al escucharla atragantarse? ¿Por qué apreté más su cuello?
Porque sabía de lo que ella era capaz, sabía que recobraría
la compostura tarde o temprano. Y así fue. El resto de su cara se ocultaba
debajo de mis bolas, pero alcanzaba a verse el tono rojizo intenso de su piel.
En algún momento, ella resopló y poco a poco, su respiración se fue estabilizando.
—Buena niña —gruñí desquiciadamente y me deleité con ese
breve gemido que resonó a través de mi miembro y mi mano en su boca.
Sus puños se aferraron a las sábanas y sus rodillas se
alzaron al oírme que estaba satisfecho. Y una vez más, fue momento de seguir.
El proceso fue lento en cuanto comencé a adentrarme en su garganta, más difícil
que en otras ocasiones. Sus arcadas y el constante babeo no hacían más que
excitarme aún más. Tenía que ser cuidadoso con la presión que ejercía en su
tráquea, no quería que ese carmín suyo que apenas se divisaba bajo mi verga se
tornara purpúreo. Yo sólo quería sentir mi sable a través de la funda de su piel
y fue mucho mejor de lo que hubiera podido imaginar. ¡Y fue aún mejor cuando empecé
con mi vaivén!
No empecé suave, pero tampoco quise ser un completo animal. Me
aseguraba de no dejar de sentir su calor y humedad antes de volver a entrar en
ella. ¡Por Dios! Sus gemidos, los ruidos hoscos de su sistema respiratorio
batallando por sobrevivir, la cantidad ingente de saliva que se regaba por
doquier; me dan escalofríos de sólo acordarme. Y esa sensación de abultamiento
en su cuello cada que volvía a arremeter, cada vez más rápido, cada vez más
fuerte; era adictivo para mí… para ambos. A pesar de que esos ruidos grotescos dejaban
en claro que Raquel no lo estaba teniendo fácil, sus gemidos no paraban de
surgir y sus manos se extendían y contraían, inquietas, pero contenidas para no
mostrarse desobedientes una vez más frente a mí.
A estas alturas, estaría de más negar mi vena sádica en todo
esto. Sinceramente, es algo que en lo que no pienso mucho y que genuinamente,
me parece que no es del todo lo mío. Hasta ese momento, siempre pensé que era una
faceta, una máscara que me ponía cuando mamá y yo teníamos encuentros de esa
índole; sin embargo, algo en mí detonaron las palabras de Raquel ese día en el
que dejé salir mucha frustración que yo ni sabía que tenía. Quisiera decir que
jamás volví a actuar así, pero eso sería mentir.
Ya estaba por venirme y una parte de mí quería hacerlo con
todas mis ganas, pero esa sombra, esa otra parte de mí sedienta de dulce sufrimiento
me contuvo en el último momento. Retiré en seco mi riata, a escasos momentos de
acabar. Allí pude ver los estragos de mis acciones, la completa devastación en
el rostro de mi presa. Las saliva y demás fluidos habían desdibujado casi por completo
el imperceptible rosa lustroso de su labial y lágrimas habían trazado vestigios
opacos en dirección a sus orejas; todo sobre un lienzo rosado que en algún
momento había estado rojo por la dificultad para respirar.
Ella jadeó, tosió, resopló y tragó bastante; pero no dijo
nada. Sus ojos, algo irritados y aún llorosos, estaban encendidos con una llama
que me transmitía expectación, deseo, enojo y desesperación a partes iguales;
pero su boca no emitió palabra alguna. Los jadeos dieron paso a una respiración
nasal normal y entonces, me senté a lado, a la altura de sus hombros.
—Buena chica —volví a premiarla y mientras ella se
estremeció con mi pequeña muestra de afecto, mi mano acarició su pecho
suavemente. Su piel se había erizado y sus pezones estaban duros como un
diamante—. No estuvo tan mal, ¿verdad?
Ella gruñó algo incomprensible mientras negaba con la cabeza,
sus ojos se habían cerrado tras la descarga de placer por haberla felicitado y
cuando los abrió, su expresión era de desconcierto. Abrió la boca, pero no seguía
sin atreverse a decir nada.
—Puedes hablarme —dije con voz suave, pero engañosa—. Dime: ¿Te gustó?
—U-un poco —titubeó con un hilo de voz—. Me dio miedo. ¡AY!
Soltó un grito al sentir mi manotazo en su otro pecho, aquél
que aún no estaba enrojecido por mi furia. ¿Qué había hecho mal? No sabría decirlo.
Había sido honesta, pero simplemente, fue como si un imán en su piel hubiera atraído
con fuerza a mi palma. Esta vez, apoyé ambas manos en sus mangos, que ya no
eran tan pequeños como recordaba. Extendí mis dedos y estrujé, dejando que mi
palma palpara el calor que emanaba de su piel suave y adolorida. Ella pujó y
aguantó un quejido agudo entre sus dientes. ¿Qué había en ella que me provocaba
mancillarla de esa forma? Sigo preguntándomelo hoy en día.
—Más vale que te prepares —dije con desgana mientras mis rodillas
me hacían descender por su cuerpo—. Voy a hacerte lo mismo que a mamá.
Ella ahogó un grito, después de todo, yo le había contado lo
que le había hecho al culo de nuestra madre el día anterior. Su rostro palideció
en ciertas zonas y su expresión pasó a ser la de auténtico terror.
—Cálmate, cálmate —la arruyé, manoseando sus muslos
temblorosos—. No seré tan bestia esta vez. Sólo te estoy avisando.
Mis manos resbalaron sobre su piel gracias al sudor y
comenzaron a trazar las mismas trayectorias que harían en una sesión de masaje.
Sólo que esta vez yo tenía mi verga durísima a escasos centímetros de su pubis
depilado. Me recreé bastante en su vientre y sus pechos, aprovechando para
presionar con mi garrote sobre su entrepierna completamente empapada. La
expresión de miedo en su rostro no había desaparecido y he de confesar que aquello
me contentó. Cada tanto, susurraba lo buena chica que era y pude detectar todos
esos pequeños espasmos que provenían de lo más hondo de su ser. Yo me sentía en
la mismísima gloria, no pude contenerme y reclamé su boca nuevamente, esta vez,
con la mía.
No fue un beso, fue un bocado, un sorbo de ella. Fue
degustar su miedo y su deseo al mismo tiempo al principio, hasta que al fin su
lengua saludó a la mía y entonces, ella también probó de mí. A tientas, busqué
su mano y tan pronto me sintió, nuestros dedos se entrelazaron mientras mi
cadera empujaba cada vez más mi fierro ardiente sobre su vientre húmedo y
blando. Ahí estaban otra vez, esos gemidos dulces, esos movimientos de su pelvis
que me invitaban a colocar mi llave en su cerradura. Estaba siendo codiciosa.
Su grito fue amortiguado con mi boca. Estaba pellizcando su
pezón para aplacar ese movimiento lascivo de su cadera y a ella, o bien le tomó
tiempo deducirlo, o bien, intentó soportar todo lo que pudo, lo cual me puso
más contento.
—Si quieres ver cuánto aguantas, podemos averiguarlo —le
pregunté con mis ojos bien cerca de los suyos. Esa mirada de cachorro regañado
sólo me hacía hervir la sangre y volví a besarla, un pico rápido—. Sólo si tú quieres.
Y entre todo ese mar de pavor, todas esas microexpresiones
que me transmitían su miedo e incomodidad, hubo un brillo en sus ojos. Tímidamente,
asintió y la mano que aún se aferraba a la mía me apretón con más fuerza. Una
vez más, su cadera buscó chocar con la mía y una casi imperceptible sonrisa se
dibujó en sus labios sonrojados. El juego apenas iba a comenzar.
Decidí que mis dientes serían los que castigarían esos
suculentos manguitos y ella no tardó en chillar por ello. Mi otra mano sólo
tentaba alrededor de su rajita, esa que tanto se sacudía para rogarme que la
tomara. Trazaba líneas con mi índice y pulgar alrededor de sus labios hinchados
y empapados, pero ni de broma iba a tocar el timbre ni adentrarme en esa puerta
que ya estaba abierta para mí. En cuanto su pelvis se aplacaba, mi lengua
repasaba las zonas donde mis mordidas habían hecho presión y tras breves
descansos, mi hermanita volvía a pedirme que la castigara.
Pero el tiempo no pasaba en vano. Habíamos pagado dos horas
en el motel, que fue lo que estuve con mamá el día anterior y que hubiera
jurado que nos serían suficientes. Unos golpes bruscos sacudieron la puerta y
una voz grave y desconocida nos advirtió que el tiempo ya se nos iba a agotar. Yo
no fui el único molesto ante semejante interrupción, Raquel también dejó ver su
fastidio y pensé que podríamos mostrársela al sujeto tras la puerta.
—Abre la puerta y pídele
que nos den más tiempo —le ordené.
Que locura de capítulo!! La secuencia de “hipnosis” con Julia…y todo el relato en general, estuvo INCREÍBLE!!
ResponderBorrarMe gustó mucho el tono como de “recuerdo” con el que hablaba Luis en ocasiones. Como si estuviera relatando cosas del pasado y te dejo ver alguna pizca de lo que siguió después.
En mi top de capítulos favoritos.
¡Muchas gracias! No hay mucho que pueda aportar a tu comentario, más que me alegra que te guste.
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