—Abre la puerta y
pídele que nos den más tiempo —le ordené a Raquel.
El cuerpo de mi hermanita se puso rígido y sus ojos se
abrieron como platos. Se levantó y me dio la espalda, pero su torso se volteó
para verme con una expresión suplicante, pero sin decirme nada. Por primera
vez, presencié la expresión de alguien que actuaba en contra de su propia
voluntad y sentí una punción agradable en mi verga al verla caminar hacia la
puerta con esa expresión.
—¡Eh! —Escuché al empleado completamente descolocado al ver
a mi hermanita, desnuda y seguramente con una expresión de auténtico pavor—. ¡Ejem!
Perdón, pero ya se les va a acabar el tiempo. Recojan sus cosas o…
—¿Nos pueden dar más tiempo, por favor? —Oí a Raquel
hablarle al sujeto con una voz tierna y amable.
—¡Ah! Bueno… Sí… Este… —balbuceó el hombre, aclarándose la
garganta ruidosamente—. Sí, pueden pedir una extensión en la Recepción… ¡Pero primero
tienen que pagar! —se apresuró en agregar—. Ya saben, todo es por adelantado.
—¡Sí, está bien! ¡Ahorita vamos! —grité desde la cama para
que el tipo se fuera.
Raquel cerró la puerta de golpe y finalmente, se giró para
voltear a verme.
—¡¿Qué te pasa?! —chilló furiosa.
—Quiero que vayas tú y pagues —dije, totalmente indiferente
a su reacción y buscando en mi cartera—. Ten, aquí está el dinero para dos
horas más —añadí, extendiendo un par de billetes—. No, espera. —Volví a revisar
y cambié las denominaciones—. Compra una
botellita de lubricante también.
Y esa había sido su orden. Por primera vez, la ira se había
apoderado de su expresión y con movimientos mecánicos, tomó el dinero de mi
mano y se dispuso a salir de la habitación. La puerta volvió a abrirse y dio
sus primeros pasos fuera. De verdad había querido mandarla allá desnuda, pero estábamos
en un lugar público, me di cuenta de que estaba siendo demasiado.
—¡Espera! —grité
y corrí al baño—. ¡Ven! —le ordené
porque se había quedado parada a un par de metros fuera del cuarto—. Ten. Ponte esto.
Su cara estaba roja como un tomate y de sus ojos salían
chispas. Su mano me arrebató la tela y con ella se cubrió antes de seguir
caminando. Yo la vi desde el umbral de la puerta, decidí quedarme allí,
exponiendo mi desnudez para tratar de equilibrar las cosas. Para nuestra suerte
(buena o mala, ¿quién sabe?) una pareja que entraba al motel en su auto nos vio
a ambos, les tomó unos instantes comprender lo que estaba pasando y se miraron entre
ellos, apenados pero sonrientes, y procedieron a dirigirse a los aposentos que
habían rentado. Esto hizo que mi hermanita apresurara el paso y se adentrara en
la cabina de recepción, perdiéndose de mi vista un par de minutos.
Regresó a toda velocidad y me empujó deliberadamente al
cruzar a lado mío. Sus ojos estaban humedecidos, pero no había lágrimas
saliendo de ella. Fue hasta entonces que reparé en el aspecto de mi hermanita:
su cabello alborotado, su maquillaje hecho mierda y las marcas rojizas en su
cuello; así la habían visto. La sangre me recorría el cuerpo a una velocidad
endiablada, estaba tan caliente pensando en qué haríamos después, pero era
obvio que ella no lo estaba pasando nada bien. Se quedó parada, mirándome con
furia y al mismo tiempo, al borde del llanto. Fue ahí donde mi sonrisa se
borró.
—Ven —le dije con
seriedad mientras yo me acercaba a la cama. No me di cuenta de que se lo había
ordenado, en verdad, era una invitación, pero ella gimió y me acompañó, aún con
esa expresión en su rostro—. Creí que te gustaría.
Ella frunció aún más su ceño y labios, sin decirme nada. Ahora
es obvio para mí que Raquel no quería arriesgarse a otro castigo por
insubordinación, pero en ese momento, no lo noté. Estaba seguro de que ella
sólo estaba conteniendo su rabia y de que yo la había cagado terriblemente.
—Perdón. Perdón, perdón —me quebré al fin—. Yo… yo… pensé
que… que sería… como en la playa…
No pude continuar. Cada palabra que dije sólo hizo que
aquello sonara peor y cada otra que me venía a la mente sólo me parecía más
absurda que la anterior. No pude seguir viéndola a la cara. Mi respiración se
entrecortaba, las manos volvían a picarme, pero no de esa manera en que lo
habían hecho antes, juro que estaba temblando, aunque no se notara. Un zumbido
invadía mi cabeza, empecé a preguntarme qué había hecho y por qué. La había
enviado sola, vestida con una toalla a un lugar con desconocidos… ¿Y si le
hubieran hecho algo? ¿Qué habría hecho? Ahora, en retrospectiva, estoy seguro
de que aquello me habría arrastrado a un agujero tan profundo de autodesprecio del
cual podría nunca haber salido; pero entonces, su mano se posó en mi pierna.
—Ya, ya… —me arrulló—. Cálmate. A ver, respira… eso —dijo
cuando exhalé—. ¿Ya? Mira… esto estuvo horrible. No, no —se apresuró a
interrumpir mi intento de contestarle—. Déjame terminar. OK. Eso fue… ¡ah! Una
locura. Pero, digo —añadió y tomó mi mano, la sacudió hasta que nuestras
miradas volvieran a cruzarse—, esto… esto era parte del trato.
Se me hizo un nudo en la garganta y el ceño empezó a
saltarme sin control. ¿Cómo podía esperar que eso me tranquilizaba? Sólo hizo
que me sintiera aún peor.
—No me mires así. No soy estúpida, ¿OK? ¡A ver, mírame! —Se
acomodó sobre mí y sus palmas se posaron sobre mi rostro—. Estoy haciendo esto
por ti, pero también por mí. ¿OK? Yo quiero esto, yo quiero ver… hasta dónde
llegamos. Además, todavía no he dicho la palabra.
Y fue como si una bocanada de aire fresco me invadiera. Lo
había olvidado por completo. Antes de hipnotizarla, le pedí que eligiera una
palabra de seguridad, como habíamos hecho Julia y yo. Era “Tchaikovsky”. Si
ella lo decía, no sólo me detendría, sino que también desharía los efectos de
la hipnosis. Ella había estado aguantando todo… por mí.
—¡Estás todo menso! —rio suavemente aprovechando para
plantarme un beso tierno—. Se te había olvidado, ¿verdad?
—Yo… yo…
—Estás mensito. Sí, ya lo sé —dijo, dejando caer sus
antebrazos en mis hombros e irguiéndose para verme con una expresión
condescendiente—. Tienes el poder de hacer conmigo lo que quieras y te pones a
llorar después de hacerte el rudo hace tan sólo un rato. Ya. Ya pasó y sí, me
enojé… pero… —hizo una pausa antes de empujarme y hacerme recostar para
admirarla desde abajo. Su lengua se asomó entre sus labios y una mueca de
picardía decoró su rostro— fue porque todo el rato que estuve allí estaba toda
mojada y… me caga… que algo así me haya puesto así de horny.
Dejó que su culo cayera sobre mí y su cadera empezó a
cabalgarme. Sus manos acariciaron sus pechos y me lanzó una mirada cargada de
lujuria y esa pizca de coraje.
—¿Vas a dejarme hacer lo que quiera? ¿O vamos a hacer lo que
tú digas?
Y con eso, el juego se reanudó.
—Estás loca —gruñí.
—¡Extra! ¡Extra! El agua moja —sonrió, desafiante.
—Date la vuelta.
Ella chilló de emoción y cumplió la orden con gusto. Incluso
me ofreció sus cachetes redondos, esperaba su reprimenda. ¡Oh! ¡Cómo me encanta
escuchar sus gemidos y ver cómo se le enrojece la piel con mis palmas! No solía
darle tan fuerte, pero esta vez tenía que aprovechar y conforme los azotes se
acumulaban y sus nalgas se terminaban de colorear, sus gemidos iban
convirtiéndose en quejidos. Le estrujaba la piel lacerada sólo para seguir
oyendo esos pujidos leves de dolor antes de volver a arremeter.
—¡Lo habías estado disfrutando demasiado! —rugí— ¿Ya empezó
a dolerte?
—Sí —gimoteó ella, completamente desprovista de ese orgullo
con el que me había hablado antes.
—Sí, ¿qué?
—Sí me duele. ¡Ay! —gimoteó una vez más al ser
disciplinada—. ¡Me duele, amor!
—¿Amor? —pregunté con tono molesto, propinándole un manotazo
más fuerte.
—¡Ay! ¡Me duele, amo!
—exclamó con voz suplicante.
—Hum, no. No me gusta tampoco —le anuncié, acompañando mi
opinión con otro impacto todavía más fuerte.
—¡Ay! ¿Señor? —probó ella, tampoco me convenció— ¡AH!
¿Herma…
—¡No lo digas!
—la detuve—. Aquí, no.
—¿Luís? —dijo al fin, con una voz tan lastimera y
desesperanzada.
—Muy bien. Eso me gusta.
Y con mi elogio, un ligero temblor le hizo cerrar sus
rodillas y pude ver un hilo de líquido trasparente derramarse por la cara
interna de su pierna. Sin pedir permiso, llevé mis dedos a recolectar un poco
de ese néctar y como ella aún estaba sensible, aquello desencadenó una descarga
aún más potente de líquido transparente. Parecía como si se hubiera orinado
sobre mí. No era la primera vez que experimentaba la tibieza de su orgasmo
sobre mí, pero aquello se sentía como si lo fuera. Un escalofrío me invadió,
era como cuando me detenía justo cuando estaba a punto de venirme y miré cómo
mi verga palpitaba tanto que parecía estar brincando.
La tomé de la cintura e hice que se sentara justo detrás mi
mástil. Éste rozó su rajita y seguramente acaricié su clítoris, pues ahogó un
grito por el roce y volvió a estremecerse. Empujé sus caderas un poco para que
su boca de abajo resbalara y besara el tallo de mi verga. Tiré de ella antes de
que mi glande se adentrara en sus labios y con un par de repeticiones, mi
hermanita aprendió hasta dónde tenía que moverse. Ella emitía berridos agudos
cada que estimulaba su botoncito, ya no se contenía con sus gemidos. Yo por mi
parte, me embelesé con sus tetas. Sus pezoncitos estaban otra vez duros y
necesitados de atención que gustosamente les brindé.
Yo estaba acostumbrado a aguantarme, así que pude detenerla
a tiempo. Pero ella no estaba familiarizada con quedarse al borde, estaba
jadeando y me miraba, expectante. La boca le salivaba tanto que me incitó a
probar de ella. Yo ya llevaba más de una hora sin poder acabar, pero ella era
la que actuaba como si le hubiera negado un orgasmo desde el día anterior. Hice
que se hincara en el suelo y volví a tentarla con mi verga en su rostro. Le
prohibí usar su boca y sus manos, así que empezó a restregar su cara sobre mi
miembro, cuyas venas palpitantes anunciaban que en cualquier momento podría
estallar.
—Abre la boca —le
ordené.
Su lengua se extendió y dejó caer un hilo largo de saliva
que manchó la alfombra. Le dije que se quedara así y comencé a masturbarme,
quería pintarla de blanco, quería manchar todo lo que pudiera de su cara. Un
primer chorro aterrizó sobre su ojo derecho y llegó hasta su frente, un segundo
cayó sobre su nariz y un tercero, finalmente atinó a su boca. Había salido de
un tono bastante blanco, como solía ocurrir en las mañanas, como si no me
hubiera venido en todo el día. Cada que lo hacía con Raquel, me preguntaba si
mi semen estaba en buen estado para ella, si era lo suficientemente espeso o
abundante para satisfacerla; no podía evitarlo.
Ella aguantó la respiración y cuando supo que había acabado
de venirme, se tragó lo que había caído en su boca y lo que logró recoger con
su lengua. Pero no hizo nada más. Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados y sin
usar sus manos. Entonces, usé mi dedo para recoger lo que podía y llevárselo a
su boquita. Lentamente, lo hice. Y disfruté cada maldito instante en que mis
falanges recolectaban mis mecos sólo para sentir una vez más la lengua de mi
hermanita.
—¡Qué buena niña! —la premié mientras le limpiaba la cara en
el lavabo del baño. Ella sonrió al poder abrir los ojos una vez más y se dejó
limpiar como una niña pequeña—. No estuvo tan mal, ¿o sí?
Aquella chiquilla a mi cuidado optó por negar con la cabeza
en silencio, pero sonriendo de oreja a oreja. Bajo la luz blanca aséptica del
baño pude ver con mayor detalle el grado de abuso que había propinado a ese
cuerpo bello y en apariencia delicado… pero resistente. Nos relajamos un poco
bajo el rocío de la regadera y sin que se lo pidiera, mi hermanita me enjabonó
suave y sensualmente. Me dejé consentir y luego, fue mi turno de hacer lo mismo
por ella. Para cuando terminé de repasar su cuerpo con el diminuto jabón de un
solo uso, el fuego se había reavivado en ambos y nuestros labios volvieron a
sellarse al cerrar la llave del agua. La toalla nos secó apenas lo suficiente
para volver a la cama.
Nuestras bocas no querían estar separadas por más de unos
pocos segundos y nuestras manos no podían mantenerse quietas registrando el
cuerpo del otro. Yo estaba encima de ella. Mi memoria muscular estaba tan
acostumbrada al trabajo que de repente me sorprendía presionando las yemas de
mis dedos en ella como si le diera un masaje. Su piel era tan suave y delicada
y sus risitas cuando algo le provocaba cosquillas volvían a encapsularnos en
uno de esos momentos en los que sólo éramos ella y yo. La descubrí mirándonos
de reojo al espejo y se me ocurrió que tal vez le gustaría verse de cerca.
Le ordené que se parara a un paso de su reflejo y comencé a
manosearla de forma tal en que ella no perdiera detalle de cada movimiento de
mis dedos. Me obedeció cuando le pedí que separara las piernas y luego, cuando
le pedí que me contara lo que sintió al salir desnuda.
—Yo no quería, pero mi cuerpo se movía solo… y eso me dio
miedo… y me puso horny al mismo tiempo —dijo entre jadeos mientras mis manos no
paraban de repasar su torso—. Luego, me dio coraje. Me chocó que me estuviera
mojando toda porque me estuviera viendo un viejo cochino como ese que tocó a la
puerta —mustió con rabia, pero sin dejar de mover su cadera de manera hipnótica
frente al espejo, deleitándonos a ambos con una danza sensual—. Me caga que me
miren así, con morbo… en la calle, pero hoy… se sentía diferente… aquí, abajo.
Sujetó mi muñeca y me hizo sentir la humedad entre sus
piernas, uno de mis dedos se metió en ella a inspeccionar. Su cuello recibió mi
otra mano y soltó un suspiro que se transformó en gemido cuando mis labios le
provocaron un escalofrío al rozar su nuca.
—Tienes que aguantar todo lo que puedas —gruñí a sus
espaldas, clavando mi vista en sus ojos adormilados a través del espejo—. Aguanta todo lo que puedas.
No quería prohibirle tener orgasmos a hasta que se lo tuviera
que ordenar, como había hecho con mamá en su momento; quería jugar con su
fuerza de voluntad y ver cuánto podría soportar por su propia cuenta. Mi mano siguió
jugueteando en su entrepierna, ambos nos concentramos en lo que hacíamos y en
lo que el espejo seguía mostrándonos. Nuestras miradas se cruzaban en esos breves
lapsos en que ella no se perdía en su propio reflejo, de verdad le prendía
contemplarse y se lo restregué. La hice apoyar su pierna en mi brazo para que
pudiera apreciar cómo separaba sus labios ya sonrojados y empapados.
—¿Qué te gusta más, que otros te vean o mirarte a ti misma?
—murmuré, viéndola detenidamente.
—¿Tú, qué crees? —contestó entre suspiros, meneando su
cadera para acomodar mejor mis dedos en su interior.
De momentos, me ponía intenso y rozaba mis dedos a toda
velocidad en sus labios hinchados y húmedos, recordándole que se esforzara por
soportar mientras ella flexionaba sus piernas y me hacía batallar para cargarla
con mi otro brazo y el resto de mi cuerpo. Al principio, me detenía para que
aquello no terminara, pero pronto comenzó a frenarme la fatiga.
Nos volvimos a la cama y con el afán de no privarla de venos
en el espejo del techo, degusté un poco del fruto de mi trabajo. Lo hice lenta
y suavemente. Mi lengua, mis labios y hasta mis dientes se comprometieron a
mantenerla en ese borde en el que ya sólo jadeaba, pujaba y bufaba, con esa voz
gutural que me recordaba a Tere y a mamá.
—¡AH! ¡AH! ¡NO! ¡YA NO PUEDO! —exclamaba mi hermanita en
alaridos sofocados, mientras se retorcía con mi cara aún entre sus piernas—
¡LUÍS! ¡P-POR FAVOR!
—Si ya no puedes… —sugerí con tono burlón, apartándome de
ella.
Logré detenerme justo a tiempo, aunque no me habría
molestado si ella hubiera acabado. Raquel pataleó sobre el colchón con
desesperación y con los ojos cerrados. Al principio, sólo se quedó allí,
resoplando y con sus dedos aferrándose a las sábanas, presa de los espasmos. En
cuanto abrió los ojos, me vio revisando el botecito de lubricante que le había
hecho comprar.
—Eres malo —gimoteó con voz infantil, sin siquiera intentar
incorporarse—. Ya no aguantaba…
—Pues… ¿qué te digo? Sí lo hiciste —dije fríamente, pero
volteando hacia ella con una sonrisa.
—Luís… —suspiró con tono suplicante, pero dejó su frase
inconclusa mientras me acercaba a la cama de vuelta.
—Raquel…
La manera en que me miró… fue tan mágica. Dentro de sus ojos
había un remolino de tantas cosas, pero la manera de resumirlas sería
llamándolo anhelo. Esas ganas de concretar su orgasmo, esa esperanza de que
sabía que se cumpliría, esas ansias de que ocurriera; junto con la
desesperación por haber estado tanto tiempo al borde y la expectación al verme
juguetear con el frasquito de plástico.
Era diferente al que usaba mamá, definitivamente, parecía
más corriente. La consistencia, el olor y el residuo que dejaba al resbalar por
mis dedos… en fin, era lo que teníamos. Le ordené ponerse en cuatro, aunque yo
no le dije que lo hiciera sobre la alfombra. No lo sabía entonces, pero
después, al hablarlo, ella me comentó que aquella cama suave le parecía
demasiado incómoda.
Contemplé su culo castigado, sus gajos todavía enrojecidos y
los dedos de sus pies que se tensaban y relajaban por la anticipación. De
hecho, el resto de su cuerpo tampoco era capaz de mantenerse quieto. Mientras
me hincaba detrás de ella, pude notar que su cadera se meneaba leve, pero
constantemente, sus manos se acomodaban para alinear mejor su espalda y parecía
no estar segura de qué tanto reclinarse. Todo esto mientras yo seguía
examinando el comportamiento del lubricante en mi dedo. Y de pronto, me di
cuenta de algo.
Me alejé y busqué mis bóxers. Raquel tardó en voltear a verme.
—¿Qué haces? —me preguntó, extrañada.
—Hay que ir por condones —le dije sin mirarla, estaba
buscando dónde había tirado mis pantalones.
—¡¿Qué?!
—Quiero metértela por atrás —comenté, pensando que no sería necesario
explicarle más. Ella sólo bajó la cabeza y encogió los hombros con desconcierto—.
Cuando la saque, sé que la vas a querer en la boca.
—¡Agh! —exclamó con un poco de asco.
—¿Ya ves? —dije mientras me fajaba la mezclilla a la cadera.
—Yo voy —dijo ella con voz tranquila y decidida.
Yo ya había subido el cierre de mis jeans y me tocó ver,
sorprendido, cómo mi hermanita se dirigía a la puerta del cuarto con unos
billetes y nada más que su sudor (y demás fluidos) cubriéndole la piel. Iba a
detenerla, pero ella volteó a verme con esa expresión pícara al abrir la puerta
y desapareció de mi vista. Contuve la respiración un rato y después, fui a
esperarla de nuevo en el umbral de la puerta.
Regresó caminando como si desfilara por una pasarela,
sonriéndome triunfante y con el mentón en alto, pisando fuerte para que sus
pechos le rebotaran con cada paso hacia mí. Eso sí, estaba tan sonrojada que
parecía haber corrido una maratón. Cerró la puerta con fuerza tras de sí y me
entregó cordialmente el paquete solicitado, mordiendo su labio inferior y
resoplando bruscamente.
—Buena chica —la premié al tomar la caja de su mano.
—¡G-gracias! —titubeó ella, intentando mantener la
compostura tras el cosquilleo que mis palabras le hicieron sentir entre las
piernas—. ¿Ya podemos continuar?
—Alguien está ansiosa.
Mi hermanita soltó una risita aguda y se apuró en volver a
asumir la pose en el suelo.
—Levántate —le
ordené sin mirarla—. Métete al baño.
Desconcertada, no pudo evitar acatar la indicación mientras
yo sacaba un condón del paquete y fui tras ella. Mediante señas, le indiqué que
me diera la espalda y que mantuviera separados sus cachetes. El látex húmedo se
arrugaba sobre mi dedo índice y sin avisar, pasé a saludar su esfínter. Sus
nalgas se tensaron al sentirme, pero mantuvo su posición y sin decir una
palabra, me indicó que continuara.
—Sigues apretando mucho —le hablé con un tono algo distante,
como el que usaba al hablarle a mis clientes sobre lo que sentía en sus cuerpos
al masajearlos—. Deberías aprenderle a mamá.
A pesar de las (no tan) contadas veces en que lo habíamos
hecho, Raquel parecía no haberle agarrado el gusto al sexo anal. No había tanto
problema cuando lamía sus pliegues o dejaba pasar la yema de mis dedos por la
zona, pero siempre que pretendía entrar en ella, siempre se tensaba, incluso
cuando ella misma me decía que podía hacerlo. Era obvio que mi hermanita no era
tan fan de hacerlo y siempre que accedía era para consentirme, pero en mi
interior siempre soñaba con que ella fuera como mamá y disfrutara de mi verga
en su culo. Supongo que podría hipnotizarla para que así fuera, pero eso le
quitaría algo de… no sé, magia.
Había repasado la zona con agua y jabón cuando nos bañamos
y, aunque apenas pude meter la punta de mi dedo, había limpiado lo suficiente
para auxiliar la labor de mi dedo con la lengua. Ella se estremecía, pujaba y
soltaba leves quejidos cada que avanzaba dentro de ella. Era un proceso hacerla
relajarse lo suficiente y para cuando pude introducir la mitad de mi dedo,
aparté mi cara de sus nalgas redondas y algo frías.
—Relájate —dije
para calmarla, pero sin querer había vuelto a darle una orden y pude ver en
primera fila cómo su rajita liberaba un poco de néctar tras oírme—. ¡Ups! No
quise decirlo así… pero… —Pasé mi lengua por la cara interna de su muslo y ella
elevó su pierna para facilitarme la tarea—. Gracias, así está mejor.
Ya fuera por consentir su cuquita rosa o por mi orden
involuntaria, dentro de poco, pude meter por completo mi índice y empecé a
trabajar dentro de ella para que esa abertura se dilatara. Pronto, pude sumar
el dedo corazón. Estaba apretado, pero fue sumamente fácil en comparación a
otras ocasiones.
—Así debería ser siempre —jadeé, preso de mi calentura,
besando su cachete—. ¡No sabes cuánto me prende tu culito, hermanita! —gruñí antes
de hincarle el diente levemente a esa carne blanda.
Ella soltó un gemido, sus adentros apresaron mis dedos
durante un instante y al poco rato, volvió a relajarse y dejarme continuar. Seguíamos
en el baño, para cuando me topara con algo que pudiera estorbarnos. Me
incorporé para enjuagarme los dedos aún protegidos por el condón y para mi
sorpresa, no salió prácticamente nada. Tiré el globo a la papelera que había a
lado y en un movimiento rápido, sujeté a Raquel del cuello con la zurda
mientras mi diestra volvía a entrar en ella, esta vez, sin el látex pero con un
poco de lubricante.
Ella ahogó un grito de susto y elevó los tobillos, haciendo
que sus glúteos apresaran mi mano entre ellos. La había sorprendido, pero todo
parecía ir bien. Cuidando mis palabras para no volver a darle otra orden sin
querer, le sugerí que volviéramos a la cama y con voz temblorosa, consintió sin
separar los labios. Caminamos sin sacar mis falanges de ella, lo cual la hizo
soltar quejidos cada que la azuzaba moviéndome en su interior. Me senté al
borde de la cama y con una palmada en mi pierna, le indiqué que se recostara en
mi regazo. Quedamos nuevamente frente al espejo, la invité a mirarse y aunque
su expresión era de estar respirando con dificultad, asintió levemente, dándome
a entender que sea lo que fuera, podía continuar.
—Me encantan tus nalgas, hermanita
—susurré mientras mi mano libre acariciaba el terciopelo de sus glúteos blandos,
provocándole otro gemido y otra contracción en su esfínter—. Así, rojitas o
blanquitas… Sí…
Mientras tanto, mis dedos seguían con su labor, provocándole
algunos espasmos cada que mis yemas estimulaban sus paredes internas como si
intentara rasparlas. Sus quejidos y jadeos empezaban a cambiar de tono mientras
más le hablara.
—Estás tan calientita y suave por dentro… —le murmuraba,
casi arrullándola mientras mi mano jugueteaba con su pezón suspendido a lado de
mi muslo—. ¡Oh! Y todavía apretadita.
—Luís…
—¿Sí, dime? —le pregunté, entretenido con el
espectáculo.
—¡Métemela! ¡Uh! —pujó fuerte al sentir mis dedos
separándose en su interior—. Por favor.
—¡Eso es! —celebré, triunfante.
Habían pasado los días en que fuimos inexpertos, ambos sabíamos
que aunque pudiera mover un par de dedos dentro de ella, le iba a costar un
poco a mi verga poder entrar. Iba a decirle que se subiera a la cama, pero ella
volvió a ponerse en cuatro en el suelo. Abrí el segundo condón y me lo puse en
mi macana, que había estado rozando el costado de mi hermanita todo ese rato. Un
poco de lubricante y empujé la punta hasta que desapareció entre los pliegues
de su anito. Ella rugió y nos quedamos así un rato. Había sido más fácil, pero
lo mejor era seguir yendo despacio, estaba seguro de que no iba a ser lo mismo
que con mamá.
—Así, así… buena chica —decía cada que lograba retroceder y
volver a entrar en ella, estaba volviéndome a adicto a la sensación de sus
adentros apretándome y a sus gemidos cada que se lo decía.
Apenas podía meter una tercera parte, pero el mete-saca iba
cobrando ritmo. Mis manos se apoyaron en su cadera y seguimos hasta que ya le
cabía la mitad. Eran pequeñas marcas que aprovechaba para auxiliarnos con más
lubricante, pero ya fuera porque cada vez resbalaba con más facilidad o porque
sus gemidos empezaban a sonar más intensos, fui empujando cada vez con más
fuerza. Su interior cedía y aunque había un quejido o pujido que otro, mi
hermanita no paraba de gemir. Fue así hasta que la tenía casi toda adentro.
—Muy bien, Raquel. Lo que falta métetelo tú sola.
Y pude ver cómo su piel se erizó al escucharme. Y, claro,
pude sentir sus pliegues apretarme tras recibir su orden. Su espalda se elevó y
sus rodillas se acomodaron, respiró hondamente y su culito comenzó a
retroceder. Soltó un último y prolongado pujido mientras lenta pero
constantemente presionaba su cuerpo hasta sentir mi cadera acoplarse a su
retaguardia. Finalmente, soltó el poco aire que había estado conteniendo y
agachó la cabeza antes de reclinarse todo lo que pudo, arqueándose como la
experta que era.
Era mi momento, me acomodé y la sujeté mientras retrocedía y
justo antes de sacarla, hice mi primera embestida. Recuerdo cómo su interior
actuó por reflejo y me frenó en seco poco antes de topar. Fue como si una mano
húmeda se cerrara alrededor de mi verga y fue lo suficientemente fuerte para
que con eso la empujara. Ella soltó un chillido que me espantó por unos
instantes y me hizo pensar que la había lastimado. Pero Raquel no me dio tiempo
de siquiera preguntar o reaccionar, simplemente se volvió a acomodar y ella
misma volvió a empujar su cabús contra mí. Meneaba su cadera para que mi
garrote acariciara las partes que ella quería, tirando y empujando junto a mí y
al poco rato, agarramos un ritmo intenso.
—¡Ay, sí, Raquel! —rugía yo— ¡Así! ¡Uy, sí! ¡AH!
Tuve que tomar pausas, no quería que aquello acabara. Le
pedí que se recostara boca arriba y así pude deleitarme con el rebote de sus
tetas y sobre todo, con su rostro deshaciéndose del placer. Había todavía una
parte de mí que sentía remordimiento por estar obligándola a hacer aquello,
pero me fue más fácil ignorar ese sentimiento al ver la manera en que sus ojos
se volteaban y de su garganta seguían emanando toda clase de ruidos
placenteros. Seguí con las pausas. En algún momento, yo me recosté y ella
rebotaba sobre mí con todo lo que podía. Unas palmaditas y los sentones se
convirtieron en suaves meneos de cadera, montándome lentamente. Ella misma se
detenía al escucharme gemir, juraría que incluso sentía mis palpitaciones con
su anito sensible y me dejaba respirar cuando me acercaba peligrosamente a la
eyaculación.
Mientras tanto, ella no se quedaba sin sus recompensas. Mis
manos y mi boca ansiaban la piel de sus pechos, su cuello, sus labios… el
lóbulo de su oreja. Y claro, ella no paraba de temblar cada que le decía lo
buena niña que estaba siendo. Verla venirse mientras acariciaba su clítoris y
ella meneaba su cadera de espaldas a mí hizo que casi me viniera. Pero sabía
que no tenía que terminar así.
Decidí que era el momento. Saqué de un jalón mi miembro y
con eso, ella se encorvó en medio de temblores. El condón estaba bastante mejor
de lo que habría esperado, aún así, me apuré a tirarlo lo más lejos que pude.
Me puse delante de ella, sujetándome la base de la verga para prevenir
cualquier fuga anticipada. En algún momento, ella debió ver mis pies delante
suyo y alzó la mirada, se encontró con mi cohete a punto de explotar y se
abalanzó a engullirlo. ¡Puta madre! No hay manera en que alguien pueda compararse
con la manera en que esa boquita me conoce. La presión de sus labios, la
sutileza con la que aspira, la manera en que su lengua funge como tren de
aterrizaje para todo el tronco. Si por esto me iré al infierno, estoy
totalmente seguro de que Dios entenderá por qué lo hago con ella.
Los hilos de saliva se escurrieron por su boca y se
deslizaban hasta mis huevos. Ella limpió devotamente toda la zona, como solía
hacer, y cuando terminó, la cargué para que reposara sobre la cama y yo tumbarme
a su lado. Ver cómo su pecho pasaba de hincharse y retraerse convulsamente al
principio a hacerlo de manera más pausada me ayudó a desconectar el cerebro por
un rato.
—Pues, bueno… —gruñí mientras estiraba los brazos y los
colocaba debajo de mi nuca—. Eso estuvo genial, gracias.
—No estuvo tan mal —La escuché decir después de un buen
rato.
—¿No estuvo tan mal?
—pregunté, algo indignado.
—O sea… —hizo una pausa para encontrar las palabras
adecuadas—. Sí me espanté al principio, creí que ibas a seguir pegándome y así,
como con mamá.
—Eso sonó horrible —comenté mientras se me escapaba una risa
culposa de nervios.
—Ya sé. Pero, pues… —sugirió encogiendo sus hombros y
haciendo un gesto con sus manos— No sé, eso me dio miedo al inicio. Ya después,
cuando pusiste tu mano en mi cuello… yo…
Su mano buscó la mía y me la acarició tímidamente. No
terminó su frase, quizás le daba pena, tal vez no estaba del todo segura, tenía
que averiguarlo. Me recosté a su lado, quedé apenas un poco por encima de ella,
con su cara a la altura de mis hombros. Nuestros ojos se encontraron y en
silencio, yo pregunté y ella me instó a sacar yo mismo esa respuesta.
Lentamente, mi mano se acercó de nuevo a la piel que le
cubría su tráquea. Suavemente, mis dedos buscaron los lados opuestos y con
cuidado, empezaron a hacer presión. No fue agresivo, era más como una caricia.
De inmediato, sus rodillas se flexionaron y su cadera se meneó levemente. Sentí
su pulso en mi pulgar y mi dedo corazón, sentí cuando tragó saliva y sentí las
vibraciones cuando soltó un murmullo grave que se perdió dentro de sus labios
cerrados. Me miraba con esa expresión de ansias, casi suplicante y presioné un
poco más. Mi hermanita contuvo un gruñido y su mano se acercó a mi muñeca, así
que relajé un poco los dedos. Ella sólo volvió a tragar saliva y sutilmente,
asintió.
—OK —dije, aclarándome la garganta—. Menos mal. Tampoco
quiero matarte —bromeé.
—Es… —dijo con dificultad, pero sosteniendo mi muñeca
todavía para que no quitara mi mano, aunque yo había dejado de apretarla para
que pudiera hablar mejor— diferente.
—No creí que te gustaría… —le confesé— bueno, nunca se me
había ocurrido.
—Ni a mí —dijo con voz despreocupada. Soltó mi mano y se
irguió para tomar una buena bocanada de aire—. Pero… está bien. Se sintió…
rico.
La forma en que lo dijo, un tanto pensativa pero con ese
toque insinuante, me sacudió por dentro. No pude contener mis ganas de besarla
y ella me correspondió con sus labios y el resto de su cuerpo. Me tumbó y reptó
sobre mí hasta que mi pierna sintió la humedad de su entrepierna. De repente,
le había vuelto a aparecer esa mirada felina mientras su lengua repasaba mis
pezones.
—Ahora me toca a mí —ronroneó con voz ronca al tiempo que
sentía su rajita restregarse en mi muslo—. No sabes las ganas que tengo de…
Raquel dejó que su mano terminara la frase y sujetó la base
de mi verga. Todavía no estaba en condiciones de volver a la batalla, pero eso
sólo la incitó a encargarse ella misma de reanimármela. Pocas veces la dejaba
usar mucho sus manos, me parece un desperdicio, sobre todo sabiendo lo rico que
se siente estar dentro de su boca o su cuquita… o su culo; sin embargo, eso no
significaba que no supiera usarlas. De arriba hacia abajo, lentamente, palpando
el relieve de mi mástil y seguramente sintiendo cómo sus caricias lo iban
endureciendo cada vez más. Su lengua apenas se separaba de mi piel y yo no pude
contener mi voz. Había sido el amo hace rato, ahora me tocaba ser la otra
parte, el objeto, el platillo a degustar.
Francamente, mentiría si dijera que no lo disfruté. ¿Y cómo
podría? Me vine tan pronto que ni siquiera tuve oportunidad de aguantarme. Lo
hice en su mano y como no podía ser de otra manera, ella volvió a limpiar todo.
Nos acurrucamos un rato. Fácilmente, ese hubiera sido un
buen momento para irnos. Tonteamos un poco, tomándonos fotos y jugando de nuevo
bajo la regadera. Pero… bueno, tanto roce y jugueteo volvió a encender esa
llama y todavía teníamos combustible en el tanque.
Y si hablo de fuego es porque, literalmente, pudimos ver el
vapor que emanaba de nuestros cuerpos gracias al frío invernal que se había ido
apoderando de la habitación al atardecer. Besos, lamidas, mordiscos juguetones,
caricias… y más. Yo estaba dentro de ella, encima, disfrutando de cada
centímetro de su interior al avanzar y retroceder, de los rincones que lograba
alcanzar gracias a los movimientos de su cérvix y deleitándome con sus jadeos y
gemidos, sin dejar pasar la oportunidad de acaparar su aliento con el mío cada
que podía.
Ella había alzado sus manos sobre su cabeza, cruzando sus
muñecas y sin que hiciera falta decírmelo, las aseguré con mi mano mientras
aceleré mis embestidas. El chapoteo se hacía cada vez más intenso, al igual que
nuestros gemidos.
—¡Ah! ¡Ah! L-Luís… —articuló ella con esa voz aguda que me
anticipaba su orgasmo—. N-no vayas a… ¡Ah! ¡Ah! Y-yo… YO… ¡AH!
Sus piernas se asieron a mí y me inmovilizaron en medio de
temblores que también podía escuchar en su voz quebrándose. Le solté las
muñecas y nuestros dedos se entrelazaron con fuerza mientras esperábamos a que los
espasmos acabaran. Había sido uno intenso.
—¡Ay! ¡Fu! —resopló, aliviada. La cara interna de su muslo
se frotó en el costado de la mía y miró hacia donde nuestros cuerpos seguían
unidos—. Quería decirte que no te fueras a venir.
Me empujó levemente y salí de ella. La vi relamerse los
labios al vérmela, toda cubierta de sus propios jugos. Su mano se aventuró a
sujetarla y sentir mi pulso a través de ese tronco de carne palpitante. La
volvió a acariciar, resbalando hasta la base y embarrándome un poco de sus
fluidos en mis bolas. Me soltó y esos dedos se adentraron en el sitio de donde
había salido mi verga, recogieron todo el líquido que pudieron y se adentraron
al otro orificio que había debajo.
—Vas a venirte aquí —ronroneó ella—. Y vas a cogerme con
todo lo que tengas, cabrón —añadió gruñendo, tomando de nuevo mi palanca y
guiándola a su destino—. Quiero que sueltes todo lo que tienes adentro y me
llenes la colita de leche hasta que se me escurra.
Ella sintió el brinco que pegó mi verga al oírla decir eso y
soltó una risita traviesa. Su cadera se adelantó para que mi glande se
introdujera nuevamente en ella sin ninguna dificultad. La sensación sin el
condón era completamente distinta, tuve que contenerme para no acabar al percibir
su interior calientito y palpitante.
—¡Métemela toda! —demandó ella con otro gruñido.
¿Cómo no atender a semejante llamado? Me puse en posición y
empujé hasta donde pude. Ella pujó y sus pliegues se contrajeron tanto que
volvieron a frenarme por completo a medio camino, como había ocurrido antes;
pero esta vez, logré meter mucho más. No había lubricante cerca, así que nos
valdríamos de lo que teníamos a la mano, saliva y un poco más de lo que manaba
de su almejita sonrojada. Empecé a cogerme su culo, sabía que eventualmente iba
a poder terminar de meterla toda. Untaba al retroceder, verificaba al volver a
entrar y repetí un par de veces. Los jadeos volvieron, pero la determinación en
su rostro me animaron a continuar y pronto volví a oírla gemir. Me incliné
hacia ella y con cuidado, mi palma se posó en su cuello. Tuve cuidado de no
presionar su tráquea, sólo apreté con mis dedos allí donde podía percibir su
pulso acelerado y la forma en que resonaban sus chillidos cuando empecé a
frotar su botoncito.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Sí! ¡U-uy! —soltaba con esa voz aguda y un tanto
oprimida por la presión en su garganta—. ¡Dale así! ¡Más duro! ¡Más duro, Luís!
Su voz se deshizo en un chillido. Su culito ya casi podía
contener todo mi fierro y yo estaba a nada de venirme, así que tomé una pausa.
Fue sólo para prepararme, tenía que poder. Esa embestida tenía que ser
suficiente. Fue intensa, ella ahogó un grito y sus manos se aferraron a mi
muñeca. Ya no iba a poder aguantar más, pero ya no podía detenerme. Ahora,
resbalaba sin problemas dentro de ella y mis caderas no pararon de acelerar. Su
cara estaba poniéndose roja y en lugar de que sus manos intentaran apartarme de
su cuello, presionaron más. Tuve que apoyarme en mi otro brazo para asegurarme
de no estarla lastimando, lo que me dejó tener su rostro de cerca.
—¡Eres una puta desquiciada! —Rugí como demente, sin parar
de bombear con todo lo que tenía y varias gotas de sudor le caían en la cara.
Ella sólo chilló con una expresión totalmente descompuesta por el placer
mientras su recto me apretaba y soltaba—. Estás loca y eres una enferma
hermanita. Pero, ¿sabes qué? Estás siendo
una buena putita.
Yo sabía lo que aquellas palabras iban a ocasionarle, pero
nunca imaginé a qué magnitud. Soltó un alarido tan potente que aparté mi mano
de su cuello al instante. Sus piernas se pegaron a mis costados y sus pies me
aprisionaron, esa era mi marca para soltar todo. Me vine en su culito y pude
sentir cómo se sacudía por dentro y por fuera. Había tenido un orgasmo intenso,
uno que buscaríamos replicar en varias ocasiones posteriores, pero que sin duda
jamás podría compararse a esa primera ocasión. A pesar de que a ella siguiera
sin entusiasmarle la idea del sexo anal, a partir de esa vez, dejó de poner
excusas.
Tras un buen rato de besos suaves, risas tontas y cariñitos
cursis, nos preparamos para irnos. Nos despedimos descaradamente del
recepcionista y Raquel incluso se lo vaciló.
—Si lo ve entrando con una mujer que no se parezca a mí,
llámele a la policía y denúncielo por adúltero —le dijo, confianzudamente y
guiñándole el ojo.
El tipo rio irónicamente, porque vi en sus ojos que él me
reconoció del día anterior y asintió como si acatara la indicación de esa chica
que (espero) él no sabía que se trataba de mi hermanita menor. Raquel no paró
de sonreír al susurrarme
—Nada más nos puedes traer aquí a mamá y a mí, ¿eh?
—Y a Julia también —le respondí en voz alta y devolviéndole
una sonrisa perversa—. Las tres son idénticas.
Al final, quien ríe al último, ríe mejor.
—¡Ay, no puede ser! ¡Están enfermos, todos!
Así reaccionó Julia al terminar de contarle con lujo de
detalles lo que había ocurrido en el motel. Todo, la hipnosis, las dos veces
que envié a Raquel a la recepción, la parte del sexo anal… todos y cada uno de
esos detalles que la hicieron llevarse las manos a la boca y mirarme con
reprobación y hasta preocupación. Eso sí, ella hizo nada para ocultar el interés
por mi relato y no intervino hasta que acabé mi narración ni me impidió estar
toqueteando su cuerpo mientras tanto.
—Palabras fuertes para alguien que está en tu posición
—contesté con sátira mientras mi índice seguía haciendo círculos en su pezón.
Estaba recostada en la cama, boca arriba y se esforzaba por mantener
los brazos a ambos costados. Yo estaba recostado a su lado y ya no vacilaba en
acariciar su piel desnuda con mis dedos, mi rodillas o el resto de mi pierna,
incluso mi desfallecido miembro. Discretamente, había aprovechado para comprobar
mis suposiciones de que mi hermana mayor tenía un punto débil en sus pies. Lejos
de provocarle cosquillas, la hacía respirar de forma agitada y la hacían
desviar la mirada, pero tan pronto como le ganaba el reflejo de apartarlos de
mi tacto, los regresaba a su lugar para acostumbrarse a mis caricias.
No hicimos el teatro de fingir que la hipnotizaba en esa
ocasión. Simplemente, Julia asumió esa posición en cuanto le retiré las sábanas
que la cubrían a mitad de mi relato. Procuraba mantenerse inmóvil, como si
fuera una especie de muñeca, una que reaccionaba a mis toqueteos. La tenue luz
de noche dejaba ver lo terso de su piel y sus gestos cuando yo me quedaba
mirando fijamente su pecho o su entrepierna. Por supuesto que iba a señalarle
lo irónico de que ella quisiera dárselas de moralista ante semejante situación,
lo cual tiñó sus mejillas de un rojo sutil que acentuaba lo tierno de su
expresión.
—¡Eso no quita que ustedes estén locos! —Replicó ella,
refunfuñando, con la mirada perdida en el techo, concentrándose en su
respiración con mis dedos revoloteando en su bajo vientre.
—¿Y quién en esta casa no lo está? —le pregunté
retóricamente—. ¡Incluso con visitas! Hasta el abuelo está algo “tocadiscos”
—comenté, haciendo una voz de anciano—. Y la abuela también tendría que estarlo
si lo ha tenido que aguantar toda su vida.
Julia intentó acallar una risita burlona y el reflejo de
cubrirse la boca hizo que su brazo se moviera al fin.
—¡Qué feo! ¡Pobre abuelita! —se lamentó, disimulando su risa
culposa.
—Es lo que yo digo —dije, alzando las cejas y poniendo cara
de “¡Ya qué!”.
—¿Te imaginas estar así como ellos algún día? —preguntó con
voz soñadora—. ¿Tú y Raquel?
—¡Fu! —exhalé, pensativo, provocando sin querer que la piel
de su pecho se erizara—. No sé… Seguramente los tres terminemos en una casa de
retiro, peleándonos, persiguiéndonos y gritándonos incoherencias… que luego se
nos olvidarán. Y estaremos cuidándonos de que las enfermeras no nos cachen
cogiendo.
—¡Ay, no! —rio mi hermana y me atacó con la almohada—. No
quiero terminar en un asilo. ¡Y menos con ustedes dos juntos!
—¿Y por separado? —pregunté juguetonamente— Yo te visitaría
lunes, miércoles y viernes —propuse, sumiendo un dedo en su busto por cada día—;
Raquel, martes, jueves y sábado —volví a puntualizar con mis dedos con cada
día—; para que no sean tantos días. Y el domingo, los tres juntos —añadí,
estrujando su pecho con mi palma extendida.
—Hum… —Julia me siguió la corriente e hizo un gesto de estar
considerando la propuesta (y disimulando que su respiración no se había
agitado)—. ¿Qué te parece que ella sólo sean los domingos? Ni nos llevamos
tanto.
—Porque no le das la oportunidad —acoté acercándome y
posando mi rostro en su pecho cálido y blando. La tentación de lamerlo fue
grande, pero me controlé.
—Ella sólo estaría restregándome en la cara todo lo que
hacen ustedes dos juntos —dijo con la mirada perdida en el techo— y lo felices
que son —añadió con tono reflexivo.
—Porque no nos das
la oportunidad —modifiqué mi argumento.
—¡Ah! Eso los tendría contentos, ¿no? —me reclamó de forma
retórica, pero con una media sonrisa—. ¡Que me una a sus orgías!
—Meh… —vocalicé con tono ambiguo para no ratificar ni
desmentir aquella afirmación de manera explícita (aunque claro que era un
rotundo “sí”).
—¡Hum! ¿Y para qué? ¿Para ser la tercera en discordia? Así
está bien, mejor.
—¿Así? —pregunté con tono juguetón.
Mi mano volvió a aferrarse a su melón derecho y empecé a
amasarlo con total descaro, clavándole los ojos de forma desafiante. Ella
frunció el ceño, pero me sonrió cariñosamente. Entonces, mi instinto fue más
fuerte que mi razón y mis labios se arrojaron sobre el pezón que tenía cerca.
Ella ahogó un grito de sorpresa y sentí su torso agitarse, pero su mano sólo descendió
para aferrarse a mis nalgas con fuerza. A veces ella respondía a mi succión o a
mi lengua haciendo de las suyas; a veces, era yo quien contestaba a sus
apretones y tiraba de su piel con mis labios. Se sintió más como un juego que
algo más, aunque, claro, el contacto de su piel con la mía elevó la temperatura
al poco rato.
—¿Y tú? —pregunté después de darnos tregua y quedarme boca
arriba a su lado—. ¿Te ves envejeciendo con alguien?
—La verdad, no —respondió pausadamente—. Siempre creí que
cuidaría de ustedes hasta el final. Es tonto —continuó tras una pausa—. Lo he
pensado y ahora creo que, así como papá se fue de nuestras vidas de la nada, creí
que lo mismo podría ocurrir con mamá en cualquier momento y nos dejaría. No lo
deseaba, pero creo que estaba convencida de que iba a pasar, tarde o temprano y
por eso me mentalicé a estar lista para cuando pasara. ¿Quién sabe? Quizás todo
este tiempo pensé que siempre sería así, todos juntos.
«Nunca pensé en tener un novio —siguió reflexionando—, seguro
fue por eso. Pero, la verdad, no es algo que me quite el sueño. Ni siquiera
tenía tiempo de imaginarme con nadie y para cuando ustedes crecieron… no sé,
como que ya no me dieron ganas —comentó arrugando la nariz y entrecerrando los
ojos—. Ya estoy acostumbrada a lo que dicen los demás, que no viví mi vida por
ustedes… pero, ¿sabes qué? Nunca lo vi como algo malo. ¡Ah! —suspiró—. Creo que
nadie lo entiende, pero en ese momento, tú, Raquel, mamá… ustedes eran mi vida,
son mi vida.
—Julia… —solté de pronto mientras el anverso de mi mano
acarició su hombro. Yo estaba conmovido, aunque seguramente soné más preocupado
o condescendiente.
—Bueno, ustedes y mis amigas —aclaró, tratando de sonar más
frívola—. Me toca hablar con tanta gente en el día… tantas… que a veces es
demasiado. Es agotador, ¿sabes? Uno termina saturado y mientras más gente me
topo, menos ganas me dan de conocer a más gente.
—¿Y Emma?
—Nunca la busqué —dijo despreocupadamente—. Ambas dejábamos nuestros
teléfonos en el cuarto y nunca nos pasamos nuestros datos. Y ahora, ni forma de
conseguir su número o su perfil de Face. ¡En fin! —Suspiró—. Fuera de algunas
amistades, nunca me vi envejeciendo a lado de nadie que no fueran ustedes. Bueno,
eso antes de que empezaran con sus cochinadas.
—¡Ay, sí! ¡”Sus cochinadas”! —la arremedé con voz chillona.
Y volví a acercarme a ella, pretendiendo hundir mi cara
entre sus piernas y haciendo que las cerrara por reflejo. Ella alzó el mentón,
al igual que sus cejas y me lanzó una mirada amenazadora a modo de advertencia.
—¿Y ahora?
Pregunté de manera espontánea. Hice esa pregunta aludiendo a
que si ahora, que ella y yo habíamos cruzado tantas barreras entre hermanos,
algo había cambiado en sus planes a futuro. Pero con lo ambiguo de mis
palabras, ella debió entender algo distinto, algo más inmediato, un “¿Y ahora
qué vamos a hacer?”.
Sus piernas se separaron lentamente y ella fue inclinando el
rostro, sin que éste se deshiciera de esa expresión de alerta. Era muchas
cosas, una manera de desafiarme, una declaración de que ella no iba a dejarse
intimidar, una advertencia de no tentar demasiado mi suerte; pero, sobre todo,
era una invitación.
—Las cosas que hago por amor —dije, citando al perro rosa de
las caricaturas mientras me acomodaba entre ese par de muslos que se abrían de
par en par.
—¡Ay, ajá! ¡Sinvergüenza!
—¿Yo, sinvergüenza? —pregunté irónicamente mientras mis
dedos peinaban su mata de vellos de manera exagerada y siguieron hasta acabar
en sus piernas para que se terminaran de flexionar—. Un poco, sí.
Ella soltó una risita y tan pronto mi aliento resolló sobre
su zona íntima, alzó la cara y no volví a ver más que la punta de su mentón. Mi
manguera estaba a medio camino de una erección, no estaba dura, pero el flujo
de sangre había logrado que pareciera una salchicha blanda que había dejado al
alcance de su pie izquierdo. Éste pasó de obviar su presencia a empezar a rozar
tímidamente lo que me colgaba entre las piernas mientras yo degustaba
nuevamente del postre que ella tenía entre las suyas.
Me resulta sorprendente lo que las mieles de Julia
provocaban en mi cerebro, no podría describirlo de otra manera que una droga. Era
como un dulce o una bebida que sólo me provocaba beber más y más. Por un buen
rato, sólo lamí y bebí. Mi lengua hurgaba dentro de su canal y me encontraba
con esa cortina que aún me separaba de la fuente, pero que me daba mucho morbo
lamer. Su pie se elevó bruscamente y casi me pega en las bolas, pero el impacto
lo recibió la cara interna de mis piernas. Se me olvidaba que ella no era
Raquel o mamá y la estimulación debía ser demasiado intensa para mi querida e
inexperta hermana mayor virgen. Tuve que relajarme un poco y volví a hacer uso
de mis manos.
Repasé sus vellos, rodeé el borde de sus labios embarrados
en mi saliva y contemplé la magia de aquellos espasmos en sus piernas y su
trasero. Terminé de colocarme en el centro y tomé sus pies para flexionar sus
rodillas y tenerlos a mi alcance. Era innegable, cada que tocaba su empeine o
sus tobillos, ella ahogaba un gemido y esos labios rosados palpitaban en
consecuencia. Entonces, me alejé de su pubis y mi boca atacó su pie derecho.
—¡A-ah! N-n…
Una Julia avergonzada quiso, tal vez, detenerme; pero ella
sabía que eso se había sentido bien. Yo me burlo de aquellos a quienes en
verdad les prenden los pies, hasta la fecha, no los entiendo. Pero esto no era
por mí, era por ver a mi hermana buscar la almohada para apretarla contra su
cara y luchar por percibir el débil murmullo de ese chillido amortiguado por la
tela, de escucharla cómo se deshacía. Lamí, besé, acaricié con mi mejilla y mi
barbilla; todo lo que fuera necesario para que esa sinfonía de gemidos y
sacudidas no se detuviera.
Repté de vuelta. Y ahora que ella tenía una forma confiable
de no dejar escapar aquellos ruidos, no me detuve hasta volver a probar ese
torrente que vino con su orgasmo. Juro que una descarga eléctrica me recorrió
la columna al sentir un tímido chorro rociarme la cara y sus uñas clavarse
entre mi pelo. Ella había podido controlar el impulso de aplastarme entre sus
muslos, lo cual lamenté, me gusta sentir esa piel apretándome las orejas. Y yo,
de alguna manera pude contener mis ganas de seguir y buscar ese segundo clímax
para ella.
—Ya, en serio, ¿por qué te tomas eso? —me preguntó ella,
resoplando todavía.
Estaba sentada, sus manos me habían hecho levantar la mirada
y apartarme de mi golosina. Yo le sonreí como si fuera un niño al que acabaran
de sacar de jugar en el lodo.
—Sabe rico —respondí, relamiéndome.
—No te creo —rio, soltando mi rostro antes de mancharse las
manos.
—¿Por qué? —pregunté, intrigado— ¿Crees que me lo bebería si
supiera feo?
—Pero el semen no sabe bien —respondió frunciendo el ceño.
De pronto, su expresión fue de susto—. Este… me han contado —se apuró en
aclarar—. E-en el trabajo… Michelle dice que raspa y sabe a lo que huele, a
cloro.
—Mejor dile que no beba cloro —respondí sarcásticamente.
—¡Payaso! —rio y me empujó.
No pensé. Tal vez, después de todo, después de un día tan intenso
con Raquel, quizás por el alivio de saber que los abuelos se irían al día
siguiente o simplemente por la sensación de embriaguez que me provocaba el
residuo de su sabor en mi lengua; mi cerebro ya no recibía suficiente sangre
tal vez... ¿Eso sería una buena excusa, en lugar de sólo decir que lo que hice
después me nació del alma?
—¡AAAAAH!
Su grito debió escucharse hasta la casa frente a nosotros.
Yo terminé en el suelo gracias a un golpe bien dado con su pie y escuchamos a
mamá tocando a la puerta preguntando qué había ocurrido, tuve que apurarme en
encontrar mi ropa. Julia se petrificó durante unos instantes antes de
responder.
—N-nada —anunció en voz alta—. ¡No pasa nada! ¡Creí ver una
araña! ¡Perdón!
—¡Ay, santo cielo, Julia! ¡Nos vas a matar de un susto! —la
regañaba nuestra madre con un tono anormalmente escandaloso—. ¡Vaya forma de
despertarnos a todos! —añadió, hablando un poco más natural pero lo suficiente
para que pudieran escucharla los abuelos— Está bien, cariño —agregó con voz
baja y seria—. Abre la puerta.
Al abrir la puerta (no antes de que Julia se colocara el
camisón), mamá me examinó detenidamente, con una expresión de desconfianza y
luego, se acercó a Julia y ella tuvo que ratificar aquella mentira mientras
nuestra madre examinaba toda la escena. Había pedido entrar bajo sospechas de
lo que indudablemente habríamos estado haciendo ella y yo, desnudos, a solas. De
milagro, no la obligó a abrir las piernas para asegurarse de que no se hubiera
infringido la única puta regla que estaba vigente en la casa. Mi hermana
insistió en negar que algo hubiera ocurrido entre ella y yo y se esmeró en dar
tantos detalles sobre su falso avistamiento que me pareció ridículo; sin
embargo, funcionaron.
Raquel se asomó a ver y mientras Julia hablaba con mamá, me
preguntó mediante gestos qué había pasado. Igualmente, sin decir una sola
palabra, le di a entender que no había sido nada y que luego le contaría. Fue ella
quien convenció a nuestra madre de que nada raro había pasado y que lo mejor
era irnos a dormir todos con la excusa de que ella tenía que ir a trabajar al
día siguiente.
Al cerrar la puerta, oímos a mamá ir a hablar con la abuela
y seguramente replicó la mentira que había escuchado. Era obvio que no se había
tragado nada de ese cuento, pero era algo convincente para decirle a los
abuelos. La verdad, de nada hubiera servido decirle en ese momento que el grito
que había pegado mi hermana mayor había sido por yo haberle dado de probar sus
propios jugos al meter mis dedos en su boca. Mucho, mucho después, les tocaría a
ella y a Raquel saber la verdad detrás de esa anécdota, pero durante mucho
tiempo, sólo nos limitamos de decirles que había sido una tontería sin
importancia.
Nos habíamos vuelto a quedar a solas. Juraría que a Julia le
hervía la cara por la forma en que me veía y después de semejante escándalo que
había armado, no la culpo. Pero antes de que pudiera siquiera pedirle
disculpas, me pidió no abrir la boca y dispuso que volviéramos a la cama. La
miraba de reojo cautelosamente, me esperé a que ella se deshiciera una vez más de
su camisón antes de yo también desvestirme. Nos acomodamos bajo las sábanas,
ahora sin la luz de noche y tras un silencio considerable aderezado con su respiración
agitada, rompió el silencio.
—Tienes razón —suspiró—, no sabe mal.
Me preguntó ¿Cuando Julia admitirá la verdad? Ella no estuvo nunca con nadie porque en el fondo solo quería estar con su hermano y se mantuvo virgen porque quería reservarse para él.
ResponderBorrar¿Admitirlo? ¡Quién sabe! ¿Negarlo? Jamás podría
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