Preparar algo para San Valentín me hizo dar cuenta de muchas
cosas. Primero, que nuestras vidas eran aburridas y rutinarias, ya
prácticamente no salíamos de casa ni siquiera para comer o distraernos.
Segundo, que definitivamente es una fecha para quitarle el dinero a la gente.
Tercero, que económicamente me estaba yendo muy bien, ya que no batallé para
pagar aquellos malditos precios exagerados. Y cuarto, que aunque me estuviera
quebrando la cabeza para organizar todo, no podía darle a alguna de las tres
menos importancia que a las demás.
Primero, fue mamá. Yo sabía que el 14 de febrero es una
fecha de locos en el almacén y aunque ya no trabajara en planta, los
preparativos y estar al pendiente de todo la estresaba demasiado; así que
decidí adelantarle sus regalos un par de días. Le avisé con tiempo y en la
fecha elegida, fui a recogerla con un cambio de ropa para la ocasión. Era
lunes, estábamos en el estacionamiento y le ordené cambiarse ahí mismo en un
punto ciego para las cámaras de seguridad entre dos camionetas altas y cuidando
de que nadie más nos viera. ¡Dios! El vestido negro se le ceñía al cuerpo casi
a la perfección, había llevado al sastre el traje a la medida que se había comprado
hacía años y no contaba con que ella hubiera perdido peso desde entonces.
—Ya no tienes tanta carnita aquí —le gruñí mientras sumía mi
mano donde antes tenía una barriga—, lo bueno es que acá —añadí encajándole mis
garras en su culo— estás más que bien. Tengo a la mamá más guapa del mundo.
La besé y pude sentir que sus piernas flaquearon un
instante. Al salir de nuestro escondite, un sujeto no paró de verla, estaba
atónito, ambos lo notamos, así que yo la sujeté de la cintura y ella soltó una
risita nerviosa, tratando de acomodar mi mano para que no se viera como algo
obsceno.
—¡A-adiós, Jaime! —Se dirigió hacia él, agitando su mano tímidamente
y con una sonrisa incómoda—. ¡Nos vemos mañana! Es el jefe de seguridad —me
susurró con voz gutural, completamente fuera de sí.
—Se habrá preocupado por ti —le dije, como si aquello no
fuera nada, aunque el corazón se me iba a salir del pecho—. ¿Te habrá visto por
las cámaras?
—Dijiste que no nos verían —mustió ásperamente entre
dientes, manteniendo su sonrisa de aparador para el empleado que sólo nos
seguía con la mirada, perplejo.
—No pudo ver nada, seguro que por eso vino aquí a revisar —respondí
en voz baja, apresurando el paso hacia el carro—. Debió preocuparse que te
hiciera algo malo —sugerí, agitado—. ¿Quién sabe? ¿Qué tal si quería
participar?
Mi madre no dijo más, simplemente se apresuró en subir al
auto. Esta vez, yo conducía y al dar la vuelta, nos lo volvimos a encontrar. El
hombre se paró justo al lado de la ventanilla de mamá y trastabilló al preguntarle
si todo estaba bien. La forma en que su rostro pareció transformarse en cera al
escucharla decir que era su hijo no tuvo precio.
—¡Vamos a una presentación de mi hermana! —le respondí en
voz alta, apurado—. ¡Perdón, pero llevamos un poco de prisa! —agregué a modo de
excusa para lo que fuera que ese tipo se hubiera imaginado que vio.
—M-mi hija está en el teatro —atinó en decirle. No estaba
diciendo ninguna mentira—. ¡Hasta mañana!
Dijo aquello mientras yo aceleraba. No estaba acostumbrado a
manejar y casi me estampo contra la pluma del estacionamiento. Nuestros
corazones latían fuerte y tan pronto nos alejamos del centro comercial y me
estacioné para revisar cómo llegar a nuestro destino, sus manos sujetaron mi
rostro y unimos nuestros labios con un beso fogoso, producto de la adrenalina y
el miedo.
—¿Qué crees que hubiera pasado si descubría que no llevas
pantis? —le pregunté, adormilado y empalagado todavía por el sabor de su boca.
Mi mano fue a irrumpir bajo su vestido para palpar de primera mano aquello que,
de habernos descubierto, hubiera hecho todo aún más escandaloso y excitante—.
¿Qué hubieras hecho?
—Comprar su silencio —ronroneó, comiéndome a besos, con su
mano aun sobre mi mejilla—. Habríamos pensado en algo.
Esa adrenalina fue más que suficiente para tenernos
impacientes todo el rato que estuvimos en el restaurante. Conseguí una
reservación en ese lugar al que ella siempre nos decía que quería ir desde que
nosotros éramos niños. Nos trajeron una botella del vino que alguna vez mencionó
al contarnos de su boda y una cena que no viene al caso detallar francamente. Nuestros
platos quedaban casi siempre a la mitad ya que no paramos de juguetear bajo la
mesa, atizando más y más esas brasas que habíamos encendido frente al guardia
del estacionamiento.
—¡Pobre mesero! A lo mejor pensó que no nos gustó la comida.
—se lamentaría con una sonrisa mientras la desvestía más tarde en el cuarto que
había conseguido para nosotros—. Tantas ganas que tenía de ir allí y casi ni
comimos.
—Volveremos el día de tu cumpleaños —respondí, siendo apenas
capaz de articular mis palabras, besando aquél espacio en donde terminaba su
cuello y comenzaba su espalda.
—¡Ah, no! Si vamos a volver ahí, primero “nos aplacamos” y
luego, vamos —exigió al tiempo que el vestido terminaba de deslizarse por su
cadera y tocaba el suelo—. Ese día sí voy a querer disfrutar mi cena en paz.
—¿O sea que quieres ir a cenar con mi leche ya dentro de ti
primero? —gruñí, restregando el bulto en mi pantalón en sus nalgas enormes y
redondas.
—Ajá —canturreó, triunfante, dándose la vuelta para tumbarse
sobre mí.
Se entretuvo esculcando mi cuerpo con sus manos y su boca
antes de empezar a desabotonar mi camisa. Quiso que me la quedara puesta y se
puso a besar los puntos que me volvían vulnerable al mismo tiempo que su mano
desempacaba lo que la aguardaba bajo el cierre de mi pantalón. Degustó de la
que sería la segunda parte de su cena con mucha calma. Lamía la entrada de mi
uretra, incluso se divirtió viendo cómo su saliva parecía inundarla, reafirmándome
la fantasía que buscaba cumplir esa noche.
—¡Sácalo todo! —rugía, mostrándome de forma obscena su
lengua sedienta— ¡Cúbreme toda! —continuaba, oprimiéndomelo entre sus tetas— ¡Báñame
toda, todita! De aquí no me voy hasta estar toda cubierta.
Ya sabía que no hablaba de mi leche. Cuando le avisé de los planes
que tenía para esa noche y le dije que la complacería en lo que me pidiera, Mi
madre aprovechó para confesarme la fantasía que tenía desde hacía un tiempo.
Aquella vez en que me contó haber sido el urinal improvisado de papá, no me
dijo que hubo otras ocasiones. Resulta que el sexo con él no era nada del otro
mundo y ella, como “buena mujer”, jamás se lo hizo saber ni mucho menos le
habló de sus fantasías masoquistas. Pero cuando su esposo accedió a dejarla encargarse
de aquella forma del contenido de su vejiga, le ayudó bastante a sentir un poco
de esa humillación y trato rudo que tanto la excitaba.
Incluso después de todo lo que había hecho con su hijo,
aquello era un secreto vergonzoso para Sandra y nunca había encontrado la
manera de confesarme que era algo que moría de ganas de volver a experimentar:
ser cubierta de orines una vez más. Me vine en su cara y ella dejó que mis
mecos se asentaran en su rostro mientras se subía a la mesa y se postraba ante
mí para que tomara su cuerpo e hiciera con él lo que quisiera.
Así es, una mesa.
La habitación que conseguí era una bastante peculiar.
Contaba con muchos muebles y aparatos que parecerían sacados de un calabozo
medieval, de no ser por los acabados en cuero negro, terciopelo color sangre y
metal cromado. Pensando en las peores fantasías masoquistas de mi madre, di con
ese lugar que por fuera parecía un sitio de mala muerte y por dentro resultaba
mucho más impecable y perfumado que cualquier hotel.
La luz de los focos era suave y era complementada con velas
acomodadas cuidadosamente para que sus pequeñas llamas parecieran bailar al son
de una música etérea, que resultaba a la vez intimidante y sensual. El lugar
tenía de todo: la clásica estructura en forma de X con grilletes de cuero, un
potro de metal frío y reluciente, un trono con relieves barrocos, cadenas
suspendidas que se perdían en la oscuridad del techo, un cepo y claro, una “cama”;
más bien, era una plancha de madera, con sujetadores de metal… y que estaba muy lejos de ser cómoda. Había
utensilios, desde fuetes y látigos, esposas y grilletes, dildos de muchas
formas y tamaños, un cuenco con hielos y hasta pude ver que había pinzas,
alicates y ganchos que parecían sacados de una carnicería; aunque, eso sí, todo
lucía impecable y estaba meticulosamente acomodado.
No nos dimos el tiempo de inspeccionar todo lo que había,
simplemente nos pusimos a coger sin pensarlo mucho. Al final, sólo usaríamos
los fuetes y aquella plancha. No hacía falta encadenarla, ella sabía ofrecer su
cuerpo y quedarse quieta para entregarse de lleno a lo que yo quisiera hacerle.
A esas alturas, no negaré que me prende oírla gritar, gruñir y chillar; porque
sé que lo disfruta, pero al ver todos esos objetos y utensilios que preferí ni
tocar, me quedó claro que el sado no es propiamente lo mío.
Esa noche, fuimos todo. Fui amo y ella, esclava. Fui su hombre
y ella, mi mujer. Fue una hembra y yo, su macho. Pero también, fuimos madre e
hijo… haciendo cosas imperdonables.
—¡Sí! ¡SÍ! —berreaba de gusto con cada flagelación—. ¡Dame
duro! ¡No te detengas! ¡Soy tu esclava! ¡Soy tu perra! ¡Aquí y en casa, soy tu puta!
¡SOY TU PUTA!
Ella tuvo un orgasmo mientras yo seguía azotándola. Mi verga
apenas estaba en la entrada de su puchita.
Los dedos de sus pies se contrajeron y ese fue mi señal para metérsela hasta el
fondo, arrancándole un alarido que resonó en toda la estancia. Le metí la verga
indiscriminadamente, a distintos ritmos y la sacaba a mi antojo para que me la
mamara con vehemencia. Mi palma descendía sobre sus mejillas y ella sólo gemía
y volvía a cabecear con más intensidad. En cuanto sentí las ganas de acabar, me
dirigí nuevamente a su retaguardia y sin avisar, clavé sólo la cabeza de mi
miembro en su culo y dejé salir mi semilla en su interior.
Y así, continuamos. Aproveché cualquier oportunidad para seguir
castigando su culo, su espalda o la cara interna de sus muslos con el pequeño
fuete. Debo admitir que me ensañé al escuchar sus chillidos agudos cuando
apenas y le daba unos leves golpecitos a las plantas de sus pies. Más tarde,
ella me confesaría que aunque físicamente fueran cosquillas, la emoción y el
pánico de ser azotada hacían que se sintiera como dolor placentero, cosa de la
que tomaríamos nota para el futuro.
Eventualmente, volví a venirme y lo hice nuevamente en su
cara, como me lo pidió. Y más pronto que tarde, mi vejiga por fin dio señales
de no poder más. Al enterarme de su deseo, me puse a investigar y me aseguré de
no beber más que agua desde el día anterior, eso y un par de copas del vino del
restaurante, asegurándome así que el contenido de mi cuerpo fuera lo más limpio
posible. Terminó siendo más difícil para mí de lo que pensé, tener en frente a mi
propia madre, hincada, haciendo un cuenco con sus manos y sonriendo con la boca
abierta y la lengua afuera esperando mi descarga; resultó ser una imagen demasiado
fuerte, era demencial. Ella misma se llevó mi tranca a la boca de nuevo y
volvió a estimular mi uretra hasta que no pude más.
Jamás me imaginé haciendo algo como eso, pero todo fue más
sencillo al ver su cara de satisfacción y gozo puro. Una de sus manos se
mantuvo asida a mi grifo y la otra se perdió en su entrepierna, haciendo
movimientos frenéticos y arrancándose gemidos que se deshacían en alaridos. En
cuanto acabé, su boca se abalanzó sobre mí y comenzó a mamármela frenéticamente
para evitar que mi carne se ablandara. Pese a todo, pude continuar y al volver
a entrar en ella, estaba más caliente y apretada en su interior. Estaba mucho
más prendida, el timbre agudo de su voz y su forma desenfrenada de gritar no
dejaban lugar a dudas y eso sólo me hacía querer darlo todo y seguir
alimentando aquél frenesí.
No nos detuvimos hasta acabar exhaustos, todos sus orificios
recibieron mi semilla y para su suerte pude brindarle una segunda aunque más
breve lluvia dorada que recibió en su rostro y pecho, dejando que le resbalara hacia
el resto de su cuerpo. Y así como ella me pidió cumplir su petición, yo le pedí
que me dejara limpiarla en el baño como había hecho con Julia y no me resistí a
comer de su fruto. Mi sorpresa fue mayúscula al sentir ese chorro tibio salir
de ella, no era un orgasmo y no era el rocío de la regadera. Una sonrisa pícara
me confirmó lo que temía, pero ya fuera por el agua que resbalaba de su cuerpo
y me limpió la lengua o simplemente, la calentura, tampoco me detuve.
—¿Te espantaste? —me preguntaría pícaramente después con una
sonrisa traviesa mientras volvíamos a casa.
—Fue… Yo… Eh… No me lo esperaba —atiné en responder de
manera diplomática.
—Yo pensé que te quitarías —ronroneó con su mano en mi
pierna.
—¡Meh! Peores cosas me he llevado a la boca —respondí con
resignación—. ¿Entonces, qué? ¿Ahora vamos a tener que lavar tus sábanas más
seguido?
—¡Ay, no! ¡¿Cómo crees?! —exclamó, horrorizada—. ¡No vamos a
hacer esto en la casa!
—¿O sea que tu plan es que volvamos allí de vez en cuando?
—le pregunté sugerentemente
—Puede ser… la verdad, me sentí muy cómoda con la forma en
que nos trataron —contestó con tono jovial, tal vez recordando cómo la
recepcionista le informó que no íbamos a tener problemas ni cargos extra por ensuciar
el cuarto—. No sé. Como que me dio la impresión de que han de estar preparados hasta
para cosas peores, ¿no?
—No quiero ni imaginármelo —respondí, genuinamente
perturbado y con una extraña pesadez en la barriga.
Llegamos a casa, pero nos quedamos en el auto platicando un
rato más. Iban a dar las 4, así que ninguno de los dos pensamos siquiera en
tratar de dormir.
—¿Y cuál va a ser el plan para Raqui y para Julia? —me
preguntó coquetamente, agarrando mi pierna con firmeza.
—Lo mismo, una cena y una sorpresa —respondí, haciéndome el
interesante, aunque en verdad todavía no tenía idea de cuáles serían esas
“sorpresas”.
—Eso pensé —resopló con resignación y se puso a buscar algo
detrás de nuestros asientos—. Vas a necesitar ayuda —pujó mientras seguía escudriñando—.
Estuve buscando… y… ¡ah! Me pasaron el dato de una tienda naturista… ¡Ah!
—exclamó aliviada, sacando la mano y entregándome un bote con pastillas—. Son
las que me había contado Tere —comentó, exhausta pero emocionada—. Es como una
vitamina, no es Viagra ni tiene riesgos para el corazón.
Yo me quedé viendo el bote, de todas las personas en el
mundo, jamás pensé que sería mi madre la que me entregara algo así. En efecto,
era el afrodisíaco del que me había hablado Tere, del cual me dijo que era
mejor no abusar.
—Es una dosis baja —se apresuró a contarme—, investigué. Hay
otras que son para adultos mayores y personas con problemas, pero como no es tu
caso —añadió con tono sugerente y pícaro—, estas tienen menos de la mitad que
otras pastillas. Además, estas sí las podemos añadir al agua de granada.
Su sonrisa había ido acentuándose con cada palabra, estaba
verdaderamente emocionada con su compra. ¡Y claro! Ella también saldría
beneficiada, creo que es el equivalente a que un hombre le regale lencería a su
mujer.
—Tampoco quiero que las usemos con frecuencia… pero… es una
ocasión especial —comentó con tono de justificación, más para ella que para mí—.
Nada más tómate una en la mañana y... ¡Es más! —dijo antes de arrebatarme el
bote. Procedió a abrirlo y empezó depositar las pastillas de una en una sobre
su mano—. Estas son para ti y yo guardaré las demás.
—¿Tres? —le pregunté, extrañado.
—Hoy, te tomas una y la pruebas, mañana, que es catorce y
dices que le tocará a Raquel, te tomas otra desde temprano y la otra, para
Julia.
Confieso que sí sentía curiosidad por probarlo, pero había
algo en el hecho de que fuera mi propia madre la que me instara a tomar afrodisíacos
que inevitablemente me hacía sentir algo incómodo, más aún cuando quiso asegurarse
de que me tomara la pastilla frente a ella, recompensándome con un beso tierno
y cálido. Más tarde, ya dentro de casa, nos preparamos un café bien cargado y nos
dispusimos a empezar el día. Mis dos hermanas no tardaron en bajar a desayunar
y claro que no se quedaron calladas. Raquel nos hostigó con preguntas y
comentarios sarcásticos por haber vuelto hasta esa hora y Julia sólo se mostró
preocupada al saber que no habíamos dormido nada.
—¿Celos? —le preguntó la hermana menor a la mayor.
—¡Dirás “miedo”! —respondió con una expresión consternada—.
¿Pues qué tanto hicieron toda la noche? —se dirigió hacia mí con los ojos bien
abiertos y una expresión burlona en el rostro.
—Nos quedamos platicando una hora o dos aquí afuera —me
apuré en aclarar, como si aquello sirviera de algo.
Raquel sólo hizo el gesto de dar una mamada y Julia se
aclaró la garganta antes de retirarse para tomar su baño. Mamá no le dio
detalles sobre lo que hicimos o el tipo del lugar al que fuimos, por lo que
también guardé el secreto cuando mi hermanita me preguntó después.
—¿Fue un motel caro? —insistía en preguntarme, arrodillada
frente a mí y lamiéndome la verga con tranquilidad—. ¿De esos que tienen
jacuzzi? —continuó entre chupetones, mirándome con esos ojos llenos de
curiosidad—. ¡Hum! Pues no creo que hayan hecho mucho, la tienes bien dura.
En efecto, mi amigo no había tardado en ponerse como piedra
con sus caricias. Había pasado ya más de una hora desde que tomé la pastilla y
aunque podía sentir el calor de mi sangre fluyendo por todo el cuerpo, la
verdad era que mi macana estaba muy sensible de tanta fricción. Ella lo notó,
por eso lamía y succionaba con bastante cuidado, demostrando una vez más por
qué nadie más sabe mamármela como ella. No me cansaré de reconocérselo. En
situaciones como esa, sabía qué hacer, dónde, cómo y cuánto; y siempre logró
que fuera más placentero que doloroso.
—¿Tuvieron su cita romántica? —jadeaba con tono distraído y
una mirada absorta en mi verga, como si le estuviera hablando en lugar de a mí—
¿O sólo fue tu perra? —ronroneó, dándole un besito—. ¿La hiciste gritar? —Otro
beso—. ¿Eso vas a hacer conmigo?
Por un breve instante, me preocupó verla actuando así; sin
embargo, eso no impidió que me viniera pronto. Ella supo anticiparse y se
acomodó para que acabara en su boquita abierta y pude ver que le sorprendió que
incluso en esas circunstancias yo todavía fuera capaz de sacar algo (aunque fuera
poco), seguro por aquella magia negra de las pastillas. Aun así, mi hermanita supo
que yo no aguantaría un palo. Literalmente, traía la tranca casi al rojo vivo.
El resto del día me la pasé dándole vueltas a lo que haría
con Raquel al día siguiente. Tenía planeado llevarla a un restaurante que
estaba a las afueras, uno muy lejos, en donde no pudiéramos encontrarnos ni por
error a ninguno de sus compañeros del teatro. El problema era pensar en qué
haríamos después. Sé que ella prefiere las sorpresas, así que no podría
llevarla al mismo motel al que habíamos ido antes; sin embargo, ya no había
espacios disponibles en los demás hoteles que tenía en mente.
—Yo digo que con la
cena sería suficiente. Ya luego, pueden hacer lo que quieran en su cuarto, ¿no?
Me atreví a pedirle consejo a Julia, me devolvió la llamada
casi de inmediato al ver mi mensaje preguntándole si podía marcarle. Al
principio, sonaba preocupada, pero al explicarle la razón de mi llamada, su voz
no ocultó que estaba contenta por haberle pedido ayuda. En algún momento,
alguien la interrumpió. Era Michelle, su amiga, y mi hermana no tuvo reparo en
contarle que estaba hablando conmigo y el problema en cuestión, por supuesto,
omitiendo el detalle de que mi cita de San Valentín sería nuestra propia
hermana.
—Pues sí. —La
escuché comentar con tono de obviedad del otro lado de la línea—. Es más, si quiere, podría hacer esa mamada
de decorar el cuarto con pétalos de rosas y velas. Así, todo cursi. No sé.
—Dice que…
—Sí, sí. La oí —interrumpí a mi hermana—. No sé… creo que es
algo muy “equis”, ¿no?
—¿Alguna vez lo hiciste?
—Julia me cuestionó con tono retórico. Pude escuchar el chillido chismoso
de Michelle, quien malinterpretó la pregunta de su amiga. Le respondí que no—. Entonces, va a ser una sorpresa para ella.
Al final, créeme que le va a dar igual que lo hagan en su cuarto, en un motel o
en el monte.
Pude escuchar más ruidos de chismorreo de Michelle, quien le
soltaba comentarios instigadores a mi hermana de ser muy “open-mind” por hablar
de esas cosas con su propio hermano. Al final, no sé si Julia había involucrado
a su amiga para genuinamente ayudarme o porque el hecho de que estuviera
haciéndolo sin saber que estaba ayudando a un par de hermanos a cometer incesto
le estaba prendiendo tanto como a mí.
No cabía duda de que las pastillas sí habían surtido efecto.
Había tenido varias erecciones a lo largo del día, incluso en momentos
inconvenientes con algunos pacientes. Ni siquiera eran masajes de cuerpo
completo, simplemente mi anatomía reaccionaba sin querer al mínimo descuido,
como si fuera de nuevo un puberto y tuve que ingeniármelas para disimular. La
traía dura desde hacía rato tan sólo por escuchar la voz de Julia, pero todo
eso de tener a Michelle a lado de ella me obligó a encerrarme en el cuarto de
masajes para poder sacármela a gusto.
—Julia… —le susurré por teléfono.
—¿Qué pasó? —me
preguntó, bajando la voz.
—La traigo bien tiesa.
Pude escuchar cómo mi hermana ahogaba un grito de sorpresa y
comenzó a balbucearle a su amiga cosas que no pude entender, pero sólo por oír el
nerviosismo en su voz y las risas burlonas de la otra, no hizo falta intentar
descifrar sus diálogos. Preferí colgar y dejé que ella sola se zafara de la
situación. Más tarde, esa noche me lo reprocharía en su cama.
Había empezado a jalármela, pero luego pensé que aquello era
un despropósito cuando podría esperar a llegar a casa, así que me detuve antes
de venirme y logré mantener mi mente ocupada como pude con otras cosas hasta
cerrar el local. Cuando llegó Raquel, me lancé sobre ella, casi le arrancaba la
ropa mientras me la comía a besos. Ella se mostró contenta porque la recibiera así,
pero en cuanto mis manos en su cadera buscaron girarla, se escabulló de mí y
corrió a encerrarse a su cuarto, diciéndome que eran órdenes de mamá. Escuché
el portazo, aquello que dijo me dejó perplejo. Le marqué a mamá y me lo
corroboró.
—A ella le va a tocar
mañana y le conviene que no te canses mucho hoy—decía con soltura desde el
otro lado del teléfono, ejerciendo aquel tono de autoridad el ser nuestra madre
le confería—. Además, también vio cómo la
traías en la mañana, sabe bien que te tienes que reponer primero.
—¡Tus malditas pastillas me han tenido con la verga dura
todo el día! —gruñí al teléfono, estaba molesto.
—¡Ah, caray! Entonces,
sí están potentes —comentó con asombro para sí, haciendo caso omiso a mi queja
como esos científicos que salen en las series y películas—. Entonces, más te vale no pasarte hoy con
Julia —me advirtió, indiferente al rugido que arrojé—. Ella te va a ayudar hoy, al menos con ella te comportas más. ¡No te
vayas a alocar! —me advirtió con ese sonsonete de advertencia que solía
usar cuando era más joven—. Piensa en lo
que vas a hacer mañana con Raquel y luego, con Julia. No quemes tus cartuchos.
Bueno, bye.
Esas fueron sus últimas palabras antes de colgar. Sentí que las
orejas me estaban hirviendo y podía escuchar mi propio pulso retumbando tanto
en mi cabeza como en la punta de mis dedos. Resoplaba y bufaba, ni siquiera pude
distraerme con la televisión. No estaba realmente molesto con nadie, simplemente
tenía unas ansias tremendas por coger. Pocas veces me había sentido así de
frustrado. Me la pasé gruñendo, yendo de un lado a otro hasta que llegó Julia,
de hecho, llegó muy temprano. Y venía prevenida, tan pronto me vio, me dijo que
fuéramos a su cuarto.
Como era de esperarse, me reclamó por lo de la llamada en lo
que yo le ayudaba impacientemente a deshacerse de su ropa. Sacó un frasco con
una pomada de su bolso y se apuró en untármelo en la riata, ya estaba tiesa
desde hacía un buen rato. Sus manos me acariciaban suavemente, mi hermana no
podía ocultar su asombro (o preocupación). La traía dura como piedra y las
venas me palpitaban tanto que incluso ella podía sentir cada uno de mis latidos
sin dificultad, pero sobre todo, la tenía bien roja. Era una crema para
rozaduras y el efecto de alivio fue inmediato, no me di cuenta de que aún me
ardía la piel hasta que sentí aquella frescura que me tumbó en la cama.
Apenas y posaba su mano sobre mí al principio, era como si
la crema se embarrara sola. Pero poco a poco, iba presionando, sobre todo
cuando sentía mis venas, hasta se quedaba un rato antes de seguir masajeando. Y
luego, podía sentirla subiendo y bajando por mi carne a buen ritmo, y en ese
momento, decidió desahogarse.
—Tuve que aguantarme sus
indirectas todo el día —decía, refiriéndose a su amiga—. No se sacó de la
cabeza que me habías dicho una leperada —añadió, refunfuñando con una mueca de
molestia, pero también con una media sonrisa.
—Pues, no se equivocó —pujé, perdido entre el alivio y el
gozo.
—¡No, pero tampoco iba a contarle lo que me dijiste! —me
reclamó sin que su mano se detuviera— De por sí se la pasa chingue y chingue desde
la vez del motel… —exclamó con agobio— ¡Ash! Es muy cansado estar dándole largas
cuando me pide que le diga con quien “salgo”. Porque aunque le dije que ya no
he vuelto a salir con nadie, no me cree.
—¡Pues dile!
—¡Ja! ¡Ja! —canturreó con sarcasmo, castigando mi glande con
su pulgar y haciéndome gemir—. ¡Ah! —suspiró luego—. ¡Ya no sé qué voy a hacer
con ella! No quiero dejar de hablarle.
—¿Le dejarías de hablar? —pregunté, sorprendido. Michelle
parecía ser la única en la televisora a la que ella consideraba su amiga.
—Es eso o esperar a ver qué día yo la cago… no sé, que se me
salga decirle algo sin darme cuenta… ella es muy metiche, sabe unir hilos de
los chismes que escucha por allí… Ya me ha tocado ver cómo le atina a casi todo
cuando termina revelándose la verdad, hasta me espanta. Si alguna vez se
enterara de esto… me tendría que salir de allí y buscar trabajo en otro lado,
otra ciudad… no sé.
Dijo aquello con voz taciturna más que temerosa o
consternada; y aún así, su mano nunca se detuvo. La verdad, Julia había
mejorado bastante con su técnica y además, la lubricación de aquella crema
aceitosa le agregaba una sensación mucho más placentera a todo. Tras unos
momentos de silencio, fue acercando su cara a mi entrepierna. La sensación de
su lengua tibia contrastó con la sensación de frescura del ungüento, su saliva
iba diluyendo poco a poco la pomada.
—Sabe a vela —se quejó, torciendo la boca antes de volver a llevarse
mi salchicha dentro de ella.
Me vine a los pocos segundos y como era de esperarse, no iba
a ser sólo un chorro. Sujeté su cabeza en lo que me salían las demás descargas
y ella mantuvo su posición, pero en algún punto, sentí que todo dentro de su
boca retumbaba y una mezcla de fluidos cayó sobre mí mientras ella no podía
para de toser ruidosamente. Fue un volumen considerable lo que le escurría de
los labios y formó una columna momentánea de mecos y saliva hasta mi
entrepierna. Ver que se le perdía la mirada mientras controlaba sus arcadas
hizo que un escalofrío me recorriera y fue como si una última descarga me
saliera desde lo más profundo de las entrañas, manchando su rostro. Ahogó un
grito y frunció los párpados para proteger su vista.
—¡Perdón!—jadeé, sobrecogido. A ella no le gustaba que me viniera
en su cara— ¡Perdón, perdón! Me estuve aguantando todo el día…
—Ya vi —respondió lastimeramente, incapaz de ver nada.
Tenía las palmas extendidas, suspendidas, con los codos
pegados a su torso y todos los músculos de su cara contraídos. Me apuré en
agarrar lo primero que pude para limpiarla, con delicadeza y aguantando la
respiración, resultó ser su blusa.
—Vas a tener que lavar esto a mano, ¿eh? —me reprendió al
ver su prenda manchada, aguantándose la risa—. Lo último que quiero es llegar a
trabajar y que Michelle sepa a qué huele tu…
—¿Jarabe del amor? —pregunté, con un caricaturesco acento
francés.
Aquello terminó por romperla. No parecía ser la gran cosa,
pero aún recuerdo cómo se desanudaba mi estómago y garganta cuando la escuché
reírse a carcajadas. Nos recostamos un rato, tonteamos y con poco más que un
beso, mi miembro había vuelto a la vida.
—Creo que todavía te queda jarabe —bromeó, deslizando su
mano por mi vientre antes de volver a sujetar mi tranca.
Ella se encargó de mí esa noche, tal y como había dicho
mamá. Después de eso, prefirió usar la mano y no creí que se animara nuevamente,
pero me puso muy contento verla descender para mamármela de nuevo. Eso sí, cada
que mi mano se asomaba cerca de su entrepierna o que mi boca se aventurara por
debajo de sus pechos, ella me lo impidió. Estaba allí para que Julia se
encargara de mi verga, nada más. Tenía prohibido intentar algo más. En ese momento,
dijo que era mi castigo por lo de la llamada, pero mucho después me confesaría
que fue para evitar que aquella noche me propasara, después de todo, una parte
de ella temía que las pastillas me hicieran perder el control.
Mi día siguiente empezó con otra mamada de Julia antes de
prepararse para irse. Bajé a preparar el desayuno, pero se me habían
adelantado. Mamá y Raquel me dedicaron miradas lascivas y sonrisas llenas de
expectación. Fue mi hermanita la que me acercó el vaso con la pastilla y se
aseguró de que la tomara, inspeccionando con su lengua que no la escondiera
debajo de la mía. Todo era una excusa, era evidente que ambas estaban tan
cachondas como yo. Ni siquiera disimulaban cuando revisaban mi entrepierna,
pero ya era demasiado tarde y tuvieron que irse antes de que las pastillas
hicieran su efecto.
El plan que tenía para la noche con Raquel era simple: una
cena y una noche en un buen hotel que logré encontrar. Me costó un ojo de la
cara por haberlo pedido con tan poca anticipación, pero tenía un jacuzzi, aquél
por el que me había preguntado la vez de mamá. No me parecía la elección más
inspirada, pero Julia tenía razón con aquello de que cualquier cosa que no hubiéramos
hecho ya sería una sorpresa.
Eso sí, guardar la calma fue incluso más difícil que el día
anterior. Afortunadamente, tuve con qué entretenerme en el trabajo a pesar de
que hubo pocos pacientes, me puse a organizar todo en las alacenas y limpié
hasta el último recipiente de producto que tenía en inventario. Creí que estaba
lográndolo, hasta que recibí la llamada.
—¡¿Y por qué no le dijiste que no?! —le reclamé, alzando la
voz.
—¿Y qué le iba a decir?
—respondió en voz baja, desesperada—. Ella
sabe que hoy no tengo llamado en el teatro… y ni modo que le dijera que ya tenía
planes para esta noche. ¿Con quién? —recalcó—. No es como que pueda inventarle que ahora tengo un novio o algo así.
—¡Me lleva la chingada, Raquel! —le grité al teléfono,
llevándome la mano a la cara y caminando en círculos—. ¿Sabes lo que me
costaron las reservaciones?
—¡Pues, te las pago! —susurró con voz casi gutural, pero
susurrando. Seguramente estaba oculta en un probador o algún otro rincón de la
tienda—. Mira, no supe qué hacer, ¿okay? —continuó, hablando cada vez más
rápido— Y ya no tengo una excusa para cancelarle ahorita. ¿Qué quieres que le diga,
que alguno de ustedes se enfermó? ¿Que se murieron los abuelos? ¿Que de pronto
me acordé que teníamos una cena de 14 de febrero en casa? ¿O mejor le digo de
plano que me iba a ver contigo?
Me quedé sin saber qué decir. Alondra acababa de visitar a
Raquel para darle un adelanto de la sorpresa de San Valentín que tenía planeada
para ambas y ella no supo qué hacer más que aceptar que se vieran al terminar
su turno. Una vez más, me zumbaban los oídos, estoy seguro de que esas malditas
pastillas lo propiciaban. Cada latido de mi corazón se sentía como si
estuvieran apretándome la cabeza, no podía pensar claramente. Sólo resoplaba y
me pasaba los dedos por el pelo.
—¿Y si vas con Julia?
—sugirió de pronto, con voz queda. Sonaba apagada, triste, acorralada. No supe
qué responderle—. Digo… así ya no pierdes
la reservación… ¿no?
—Pues… un poco sí tuvo razón —dijo de la nada Julia mientras
el mesero llenaba su copa—. Digo, si no, no creo que te hubieran devuelto lo
que pagaste si cancelabas.
—Ajá —contesté con desgana, con la mirada perdida en los
cubiertos dorados perfectamente alineados frente a mí.
—No hay devoluciones al cancelar una reservación, mucho
menos en estas fechas, señorita —tuvo el gusto de acotar nuestro entrometido y
aseñorado mesero, sonriéndome amable pero cínicamente mientras se acercaba a
servirme.
—¿Ves? —comentó ella con tono conciliador— ¡Anímate! Ya
estamos aquí.
—Ajá… —volví a rumiar, con mi mejilla deformada, apoyaba
sobre mi palma, con el codo sobre la mesa.
—¡Esperen a probar la cena que les tenemos preparada!
—intervino de nuevo el señor sonriente, dirigiéndose a mi hermana—. Van a ver
que mejorará su velada.
—Está bien. Eh… Sería todo por ahora, gracias —le respondió
Julia y el sujeto entendió que debía retirarse.
Mi hermana se puso a menear y a olfatear su copa, insistía
en que así debía hacerse según un curso de cata de vinos que alguna vez les ofrecieron
en la televisora. Al menos, ella estaba tomando toda aquella situación mejor
que yo. Claro que se sorprendió cuando le marqué y le expliqué por qué
necesitaba que me acompañara esa noche en lugar de Raquel, pero para mi suerte no
hizo muchas preguntas, sólo insistió en que ni fuera a recogerla a su trabajo
(como había hecho con mamá) y que tampoco llegáramos juntos al restaurante. Todo
ocurrió tan rápido, fue como si sólo hubiese parpadeado y ya me encontrara
esperándola en la entrada. Afortunadamente, no hubo contratiempos.
Estaba despampanante. Nunca le había visto aquél vestido
negro que se ajustaba tan bien a su figura y que, pese a cubrirla por completo
de frente, por atrás ostentaba un “escandaloso” escote, uno que dejaba su
espalda completamente descubierta y que acababa justo en el punto ideal para
que la separación de sus glúteos quedara a salvo y sólo pudiera adivinarse con
la iluminación adecuada. Era atrevido, pero para nada vulgar. No sé si eran los
nervios, pero mientras esperábamos a que nos dieran nuestra mesa, ambos
sentimos que estábamos atrayendo las miradas de la gente a nuestro alrededor.
Por eso aceptamos de inmediato las copas de vino.
—¡Ay, ya! —insistió con voz dulce y extendiendo su mano
sobre el mantel—. Quita esa cara. Ponte en su lugar, no es como que tuviera
opción.
—Ujum —gruñí, sacudiendo la copa para no verla a ella.
—No es como que pudiera decirle que ustedes dos ya tenían
planes para pasar la noche jun…
—¡Ya sé! —espeté, agachando la mirada y apretando mis labios
para esconderlos de inmediato— Ya sé —repetí un poco más bajo, avergonzado—.
¡Ah! —resoplé—. Perdón.
—Está bien… Ya… —continuó hablándome gentilmente—. No pasa
nada. Ya, estamos aquí. No fue tu decisión. No había nada que pudieras hacer.
Fue como si mi espalda se sintiera más ligera de repente y
pudiera enderezarme al fin. Mis dedos buscaron los suyos y su sonrisa, aunque
algo incómoda, me hizo darme cuenta: a lo mejor no estábamos allí por gusto, pero
estábamos allí, acompañándonos. Y sí, claro que el lugar era bonito y claro que
era un sueño tener a Julia así delante de mí, bebiendo vino a la luz de las
velas y con un pianista tocando a escasos metros de nosotros; me sentí un imbécil
por no valorarlo desde el inicio.
—¡Ay, oye! —canturreó con una sonrisa pícara— ¡Es como si de
veras te cambiara toda la cara! —festejó ella, apretando nuestros dedos
entrelazados—. Te ves más guapo así —añadió con voz sedosa, sonriendo con la
mirada y arrugando la nariz.
—Es de familia —le respondí, obligándola a ocultar su sonrisa
con un sorbo más de vino.
A partir de allí, todo fue como un sueño. La comida estaba
deliciosa y nuestras copas nunca estuvieron vacías. Una cantante se unió al
pianista y una lluvia de burbujas hizo que el show de luces brillara con tonos
rojos y rosas. Pero sin duda lo que hizo toda esa cena más mágica fue lo bien
que nos la pasamos, platicando sin parar, no como una pareja de noviecitos ni
como un par de amantes, sino como un par de hermanos. Nos tirábamos carrilla el uno al otro a más no poder, no parábamos de
reír (tal vez era porque también nos bebíamos el vino como si fuera agua) y
aunque me sonreía cuando sentía mis caricias en su pierna debajo de la mesa y
nuestras miradas nos hablaban de que otro tipo de hambre esperaba a ser
saciada; en ningún momento dejé de sentir a Julia como la hermana mayor que
estaba, más que nunca, allí para mí.
—¿Qué tienes? —rio, ocultándose tras el dorso de su mano—.
¡Estás llorando! Ja, ja. ¿Ya se te subió?
—¡De tanta risa, será! —me apuré en responderle, limpiándome
con la mano.
—¡Chillón! —se burló.
—Mira quién habla, chillona.
No era el único con los ojos humedecidos, aunque ella se
hizo la desentendida, refugiándose una vez más en su copa. Tenía tantas ganas
de besarla en ese momento, pero como ella dijo que no podíamos hacerlo con
tanta gente viéndonos, tuve que conformarme con seguir acariciando su pierna a
escondidas. Aquella era otra de sus condiciones: nada de besos ni toqueteos a
la vista de nadie, después de todo, ella me advirtió que si alguien nos llegaba
a preguntar, no íbamos a ocultar la verdad: era una chica acompañando a su
hermano al que dejaron plantado en San Valentín y, como hermanos, teníamos que
comportarnos… por más que llevara horas con la verga durísima por culpa de
aquellas malditas pastillas.
De vez en cuando, la sorprendía escaneando disimuladamente
la habitación, no hacía falta preguntar por qué lo hacía. Bien dicen: “Piensa
mal y acertarás” … y para nuestra mala suerte, Julia acertó. Una melena oscura
apareció entre las mesas y una voz chillona nos saludó.
—¡Amigaaaa! ¿Qué
haces aquí? —preguntó Michelle escandalosamente y una voz tan aguda como para
quebrar nuestras copas—. ¿Será? ¿Por fin voy a conocer a tu galán?
—¡Ay, cabrona! ¡No te hagas! —le respondió mi hermana, con
voz áspera—. ¡Es mi hermano!
—¡Ih! —exclamó hacia dentro dramáticamente—. ¿Apoco sí es?
Bueno, ya decía yo que ese guapetón se me hacía familiar —continuó hablándole
como si yo no estuviera allí y con un tono exagerado—. ¡Oye! ¡No te sabía estas
mañas! ¿Eh? Una cosa es cogerte a un primo, pero esto…
—¡Ay, cállate, babosa! —volvió a exclamar Julia con fastidio
y evitando toda delicadeza, era raro escucharla hablar así—. ¡Vine porque su
cita le canceló a última hora y ya había hecho la reservación!
La sangre se me fue a los talones y aparté mi pie de ella
debajo de la mesa como si fuera un hierro al rojo vivo. Tuve el impulso de
encorvarme e intentar hacerme lo más chiquito que pudiera, tal vez lograra
alcanzar el tamaño de un grano de sal o a lo mejor, desaparecía por completo,
eso hubiera sido bueno.
—¡Oy! ¿En serio? —preguntó con falsa lástima, pero sin
siquiera voltear a verme—. ¿A él? ¡No te creo! ¿No será que a la que dejaron
plantada es a otra? —sugirió entonces con cizaña—. Ese vestido pegadito no es
como para acompañar a tu hermano a una cena, ¿o sí?
No podía creerlo, esta pendeja estaba malentendiendo todo.
Por un lado, parecía como si Julia estuviera intentando derretirle la cara con
la mirada, pero por el otro, aquello me hizo sentir un verdadero alivio.
—¡Ya te descubrieron, hermanita! —intervine al fin, con tono
cínico. Ahora tenía que traer la pelota a mi cancha—. Te dije que nadie iba a
creerte.
—¡Ja! ¿Ves? ¡Lo sabía! —se felicitó a sí misma la
entrometida.
Fue apenas un instante. Los puñales en los ojos de Julia ya
venían directo a mí, pero mi sonrisa de sinvergüenza fue más que suficiente
para que entendiera cuál era mi tirada.
—¡Ah, no! —remontó mi hermana con indignación—. ¡No es así y
lo sabes, cabrón! —vociferó, apoyando su puño ruidosamente sobre la mesa.
Estaba metiéndose en su papel, jamás me había hablado así—. ¡Estoy aquí por TU culpa!
—Ya… ya… —continué hablando como un patán—. Admítelo y ya: tu
novio brasileño te dejó botada para no pasar San Valentín contigo. ¡Se dice y
no pasa nada!
—¡Wow, wow, wow! ¿QUÉ? —se sorprendió Michelle, había
mordido el anzuelo—. ¿Cómo que “novio brasileño”? ¿Y ese quién es?
—¡Mira, tú cállate! —me amenazó Julia sutilmente con su
cuchillo y alzando el mentón, ignorando la pregunta—. ¡Al que dejaron plantado
fue a ti!
—¡Al menos yo sí tenía planes para esta noche!
—contraataqué, “exponiéndome” frente a su amiga.
—¡Ja! ¿Ves? —se jactó mi hermana con otro golpe sobre la
mesa, sonriendo como desquiciada—. ¡Ahí está! El plantado aquí eres tú —me
acusó con su índice—. ¡Y yo, aquí de mensa, acompañándote!
La expresión en la cara de Michelle no era un poema, era una
oda a la confusión. Era como ver un video de bromas de cámara escondida, yo estaba
pellizcándome bajo el mantel de la mesa para no romperme. El plan funcionó.
Derrotada, la amiga entrometida se retiró al poco rato. Mi hermana se inventó
que, como el único vestido adecuado que tenía (el que había usado cuando fuimos
al motel) seguía en la casa de ella, no le había quedado de otra que usar ese,
el cual había estado reservando para una ocasión especial. La verdad, Julia no
tenía nada qué envidiarle a Raquel en temas de interpretación actoral. Hasta a
mí se me olvidó por un momento que todo aquello era una mentira cuando la pobre
chica me pidió disculpas y se lamentó porque me hubieran dejado plantado
(después de todo, ella también me había aconsejado qué hacer para esa noche).
No fue hasta que por fin se retirara que Julia y yo nos
dimos cuenta del alboroto que habíamos armado sin querer. Los comensales a
nuestro alrededor no supieron disimular su estupefacción después de haber
presenciado semejante escena. Algunos nos veían burlándose, otros con pena
ajena y algunos más, hasta con lástima. Y aunque aquello habría sido muy humillante
en otras circunstancias, no podía importarme menos. Un tacón se acercó a
acariciar mi pierna bajo el resguardo de la mesa y esa sonrisa discreta y
traviesa me ayudaron a disfrutar de nuestra gran victoria en lugar de prestarle
atención a aquella multitud de desconocidos.
¿Cómo va la cena?
¿Ya acabaron?
Estaba en el baño, el vino se me había acumulado en la
vejiga. Sentía la cabeza ligera y sólo saqué el teléfono para ver qué hora era,
pero me encontré con los mensajes de Raquel.
Ya casi. ¿Por?
Me esperé un rato, pero no respondió. Aquello me pareció
extraño, tuve un mal presentimiento. Le marqué un par de veces, no me
respondió. Tenía desactivado el buzón, pero mis mensajes sí le llegaban. Un torrente
de teorías se arremolinó en mi cabeza. Por cada idea rara de que algo malo
hubiera pasado, una voz me decía que estaba exagerando. Sus mensajes eran de
hacía casi media hora, era más probable que Raquel estuviera “ocupada” con
Alondra, me decía a mí mismo para apaciguarme. Pero no fue suficiente. Ya había
tardado demasiado, así que salí del baño. Le conté todo a Julia al volver a la
mesa y ella también pensó que estaba sobre pensando todo. No obstante, ella
pidió que intentara llamarle una vez más. Nada. Aunque ella insistía en que no
debía ser nada, al poco rato, sacó su propio teléfono y le marcó, finalmente
respondió.
—Hola, ¿qué pasó? —preguntó con voz inquieta—. No, aquí
seguimos. ¿Qué… ¡Pues estamos marcándote desde hace rato y no contestas! —le
reclamó—. ¿Qué pasó? —Hubo un silencio largo y ella fruncía los labios más y
más con un semblante de confusión—. No. No sé —respondió con desgana, cruzando
los brazos—. ¿Pasó algo? ¿Dónde estás? ¿Estás con ella? —la interrogó
insistentemente—. OK. Pero, ¿están bien, tú estás bien? —preguntó con más
calma— ¡Pues no me estás diciendo nada! —volvió a quejarse, iba perdiendo poco
a poco la paciencia—. Entonces, ¿no es urgente? —la cuestionó con fastidio y
explotó tras escuchar la que debió ser una respuesta insatisfactoria—. ¡Argh!
—rugió con desesperación y sólo escuchó por un rato. Inhaló profundamente y su
ceño se relajó antes de que cerrara con seriedad—. Sí, está bien. Yo le digo.
Bye.
Fueron apenas unos minutos de llamada, pero yo sentí que había
sido una eternidad, fue como si me hubiera bajado a una montaña rusa. Guardé
compostura mientras Julia guardaba su teléfono en su bolso, estaba molesta.
—Que en cuanto terminemos de cenar, le avises —me comunicó
con voz apática—. No quiso decirme nada. Ha de querer que vayas. Pero… pues,
tampoco parece que urja —añadió, un poco más tranquila—. Vamos a terminar de
comer en paz y luego, ya le marcas, ¿va?
No puedo decir que pudimos disfrutar del postre. Estaba
delicioso, pero entre la clara molestia de Julia y las ansias por averiguar qué
quería Raquel, no pudimos acabar nuestra porción de tiramisú. Mi hermana mayor
me miró con un semblante de desánimo, estoy casi seguro de que era desilusión
lo que vi en su rostro, aunque ella se aferró en decirme que en realidad estaba
algo preocupada por nuestra hermanita.
Y no era para menos.
—¿Ya terminaron? —Fue
lo primero en decir al contestar mi llamada. Su voz sonaba seria y rasposa.
—Sí. ¿Qué pasó? —le respondí con tono casino.
—Tienes que venir —dijo, sonaba como si tuviera la cara
pegada al micrófono.
—Raquel, ¿qué pasó? —pregunté, molesto, pero preocupado—.
¿Está todo bien?
—No te alteres. Yo
estoy bien. Eh… Necesito que me ayudes con algo.
—¿Qué pasa? —insistí—. ¿Dónde está Alondra?
—Aquí estamos. Te paso
la dirección. Ven rápido.
Antes de que me colgara, pude escuchar una voz de mujer
intentando gritar ¿acaso era Alondra? Julia no pudo ocultar su preocupación al
verme y comenzó a bombardearme con preguntas cuyas respuestas yo también
desconocía. No era necesario alterarla más, le dije que me pidió ayuda con algo
y que al parecer, necesitaban ayuda con algo.
—Se les debió descomponer algo —me apuré en sugerir,
intentando sonar tranquilo—. La tele o el DVD de porno lésbico que seguro
quieren ver. ¿Vienes? —pregunté por cortesía, sabiendo de antemano que la
respuesta sería…
—No… Si ella quiso esperar a que acabara la cena y se
empecinó en que tú le marcaras, debe ser porque no me quiere allí. ¡Ay! Ojalá
no sea nada grave —suspiró.
—Seguro es una tontería, vas a ver —dije con falsas
esperanzas.
El taxi nos llevó a la casa, Julia se despidió de mí con un
beso en la mejilla y no me fui de allí hasta que la puerta de la entrada se
cerrara. Raquel sólo me dio el nombre de la colonia y unas instrucciones algo
confusas para llegar al edificio de departamentos. No se veía que fuera una
zona peligrosa, pero tampoco sentí que fuera buena idea quedarme esperando en
la calle a esa hora. Ya pasaba de medianoche. Por mensajes, le avisé a mi
hermana que estaba en la entrada y de pronto, la reja hizo un ruido, dándome
acceso. Subí las escaleras hasta el último piso y antes de que pudiera tocar a
la puerta, ésta se abrió.
Raquel me recibió cubierta sólo por una blusa que jamás le
había visto. Ver a mi hermana sana y salva me ayudó a recuperar el aliento,
pero aquella expresión en su rostro hizo que el nudo en mi estómago se apretara
aun más. Cerró la puerta tras de mí, me ofreció algo de beber y actuaba como si
nada malo pasara.
—¿Qué pasó? —le pregunté por enésima vez en lo que iba de la
noche. Ambos sabíamos que teniéndome en frente no iba a serle fácil seguir evadiendo—.
¿Dónde está Alondra?
—Eh… Está en su cuarto —respondió, tratando de sonar
calmada—. Ahorita te cuento todo, te lo juro —se apuró en decir—. Pero antes,
necesito que me ayudes, por favor.
—Raquel, dime ya lo que está pasando o si no…
—Le conté a Alondra que tengo sexo contigo.
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