El Hombre de la Casa 48: Malabares de San Valentín

 


Preparar algo para San Valentín me hizo dar cuenta de muchas cosas. Primero, que nuestras vidas eran aburridas y rutinarias, ya prácticamente no salíamos de casa ni siquiera para comer o distraernos. Segundo, que definitivamente es una fecha para quitarle el dinero a la gente. Tercero, que económicamente me estaba yendo muy bien, ya que no batallé para pagar aquellos malditos precios exagerados. Y cuarto, que aunque me estuviera quebrando la cabeza para organizar todo, no podía darle a alguna de las tres menos importancia que a las demás.

Primero, fue mamá. Yo sabía que el 14 de febrero es una fecha de locos en el almacén y aunque ya no trabajara en planta, los preparativos y estar al pendiente de todo la estresaba demasiado; así que decidí adelantarle sus regalos un par de días. Le avisé con tiempo y en la fecha elegida, fui a recogerla con un cambio de ropa para la ocasión. Era lunes, estábamos en el estacionamiento y le ordené cambiarse ahí mismo en un punto ciego para las cámaras de seguridad entre dos camionetas altas y cuidando de que nadie más nos viera. ¡Dios! El vestido negro se le ceñía al cuerpo casi a la perfección, había llevado al sastre el traje a la medida que se había comprado hacía años y no contaba con que ella hubiera perdido peso desde entonces.

—Ya no tienes tanta carnita aquí —le gruñí mientras sumía mi mano donde antes tenía una barriga—, lo bueno es que acá —añadí encajándole mis garras en su culo— estás más que bien. Tengo a la mamá más guapa del mundo.

La besé y pude sentir que sus piernas flaquearon un instante. Al salir de nuestro escondite, un sujeto no paró de verla, estaba atónito, ambos lo notamos, así que yo la sujeté de la cintura y ella soltó una risita nerviosa, tratando de acomodar mi mano para que no se viera como algo obsceno.

—¡A-adiós, Jaime! —Se dirigió hacia él, agitando su mano tímidamente y con una sonrisa incómoda—. ¡Nos vemos mañana! Es el jefe de seguridad —me susurró con voz gutural, completamente fuera de sí.

—Se habrá preocupado por ti —le dije, como si aquello no fuera nada, aunque el corazón se me iba a salir del pecho—. ¿Te habrá visto por las cámaras?

—Dijiste que no nos verían —mustió ásperamente entre dientes, manteniendo su sonrisa de aparador para el empleado que sólo nos seguía con la mirada, perplejo.

—No pudo ver nada, seguro que por eso vino aquí a revisar —respondí en voz baja, apresurando el paso hacia el carro—. Debió preocuparse que te hiciera algo malo —sugerí, agitado—. ¿Quién sabe? ¿Qué tal si quería participar?

Mi madre no dijo más, simplemente se apresuró en subir al auto. Esta vez, yo conducía y al dar la vuelta, nos lo volvimos a encontrar. El hombre se paró justo al lado de la ventanilla de mamá y trastabilló al preguntarle si todo estaba bien. La forma en que su rostro pareció transformarse en cera al escucharla decir que era su hijo no tuvo precio.

—¡Vamos a una presentación de mi hermana! —le respondí en voz alta, apurado—. ¡Perdón, pero llevamos un poco de prisa! —agregué a modo de excusa para lo que fuera que ese tipo se hubiera imaginado que vio.

—M-mi hija está en el teatro —atinó en decirle. No estaba diciendo ninguna mentira—. ¡Hasta mañana!

Dijo aquello mientras yo aceleraba. No estaba acostumbrado a manejar y casi me estampo contra la pluma del estacionamiento. Nuestros corazones latían fuerte y tan pronto nos alejamos del centro comercial y me estacioné para revisar cómo llegar a nuestro destino, sus manos sujetaron mi rostro y unimos nuestros labios con un beso fogoso, producto de la adrenalina y el miedo.

—¿Qué crees que hubiera pasado si descubría que no llevas pantis? —le pregunté, adormilado y empalagado todavía por el sabor de su boca. Mi mano fue a irrumpir bajo su vestido para palpar de primera mano aquello que, de habernos descubierto, hubiera hecho todo aún más escandaloso y excitante—. ¿Qué hubieras hecho?

—Comprar su silencio —ronroneó, comiéndome a besos, con su mano aun sobre mi mejilla—. Habríamos pensado en algo.

Esa adrenalina fue más que suficiente para tenernos impacientes todo el rato que estuvimos en el restaurante. Conseguí una reservación en ese lugar al que ella siempre nos decía que quería ir desde que nosotros éramos niños. Nos trajeron una botella del vino que alguna vez mencionó al contarnos de su boda y una cena que no viene al caso detallar francamente. Nuestros platos quedaban casi siempre a la mitad ya que no paramos de juguetear bajo la mesa, atizando más y más esas brasas que habíamos encendido frente al guardia del estacionamiento.

—¡Pobre mesero! A lo mejor pensó que no nos gustó la comida. —se lamentaría con una sonrisa mientras la desvestía más tarde en el cuarto que había conseguido para nosotros—. Tantas ganas que tenía de ir allí y casi ni comimos.

—Volveremos el día de tu cumpleaños —respondí, siendo apenas capaz de articular mis palabras, besando aquél espacio en donde terminaba su cuello y comenzaba su espalda.

—¡Ah, no! Si vamos a volver ahí, primero “nos aplacamos” y luego, vamos —exigió al tiempo que el vestido terminaba de deslizarse por su cadera y tocaba el suelo—. Ese día sí voy a querer disfrutar mi cena en paz.

—¿O sea que quieres ir a cenar con mi leche ya dentro de ti primero? —gruñí, restregando el bulto en mi pantalón en sus nalgas enormes y redondas.

—Ajá —canturreó, triunfante, dándose la vuelta para tumbarse sobre mí.

Se entretuvo esculcando mi cuerpo con sus manos y su boca antes de empezar a desabotonar mi camisa. Quiso que me la quedara puesta y se puso a besar los puntos que me volvían vulnerable al mismo tiempo que su mano desempacaba lo que la aguardaba bajo el cierre de mi pantalón. Degustó de la que sería la segunda parte de su cena con mucha calma. Lamía la entrada de mi uretra, incluso se divirtió viendo cómo su saliva parecía inundarla, reafirmándome la fantasía que buscaba cumplir esa noche.

—¡Sácalo todo! —rugía, mostrándome de forma obscena su lengua sedienta— ¡Cúbreme toda! —continuaba, oprimiéndomelo entre sus tetas— ¡Báñame toda, todita! De aquí no me voy hasta estar toda cubierta.

Ya sabía que no hablaba de mi leche. Cuando le avisé de los planes que tenía para esa noche y le dije que la complacería en lo que me pidiera, Mi madre aprovechó para confesarme la fantasía que tenía desde hacía un tiempo. Aquella vez en que me contó haber sido el urinal improvisado de papá, no me dijo que hubo otras ocasiones. Resulta que el sexo con él no era nada del otro mundo y ella, como “buena mujer”, jamás se lo hizo saber ni mucho menos le habló de sus fantasías masoquistas. Pero cuando su esposo accedió a dejarla encargarse de aquella forma del contenido de su vejiga, le ayudó bastante a sentir un poco de esa humillación y trato rudo que tanto la excitaba.

Incluso después de todo lo que había hecho con su hijo, aquello era un secreto vergonzoso para Sandra y nunca había encontrado la manera de confesarme que era algo que moría de ganas de volver a experimentar: ser cubierta de orines una vez más. Me vine en su cara y ella dejó que mis mecos se asentaran en su rostro mientras se subía a la mesa y se postraba ante mí para que tomara su cuerpo e hiciera con él lo que quisiera.

Así es, una mesa.

La habitación que conseguí era una bastante peculiar. Contaba con muchos muebles y aparatos que parecerían sacados de un calabozo medieval, de no ser por los acabados en cuero negro, terciopelo color sangre y metal cromado. Pensando en las peores fantasías masoquistas de mi madre, di con ese lugar que por fuera parecía un sitio de mala muerte y por dentro resultaba mucho más impecable y perfumado que cualquier hotel.

La luz de los focos era suave y era complementada con velas acomodadas cuidadosamente para que sus pequeñas llamas parecieran bailar al son de una música etérea, que resultaba a la vez intimidante y sensual. El lugar tenía de todo: la clásica estructura en forma de X con grilletes de cuero, un potro de metal frío y reluciente, un trono con relieves barrocos, cadenas suspendidas que se perdían en la oscuridad del techo, un cepo y claro, una “cama”; más bien, era una plancha de madera, con sujetadores de metal…  y que estaba muy lejos de ser cómoda. Había utensilios, desde fuetes y látigos, esposas y grilletes, dildos de muchas formas y tamaños, un cuenco con hielos y hasta pude ver que había pinzas, alicates y ganchos que parecían sacados de una carnicería; aunque, eso sí, todo lucía impecable y estaba meticulosamente acomodado.

No nos dimos el tiempo de inspeccionar todo lo que había, simplemente nos pusimos a coger sin pensarlo mucho. Al final, sólo usaríamos los fuetes y aquella plancha. No hacía falta encadenarla, ella sabía ofrecer su cuerpo y quedarse quieta para entregarse de lleno a lo que yo quisiera hacerle. A esas alturas, no negaré que me prende oírla gritar, gruñir y chillar; porque sé que lo disfruta, pero al ver todos esos objetos y utensilios que preferí ni tocar, me quedó claro que el sado no es propiamente lo mío. 

Esa noche, fuimos todo. Fui amo y ella, esclava. Fui su hombre y ella, mi mujer. Fue una hembra y yo, su macho. Pero también, fuimos madre e hijo… haciendo cosas imperdonables.

—¡Sí! ¡SÍ! —berreaba de gusto con cada flagelación—. ¡Dame duro! ¡No te detengas! ¡Soy tu esclava! ¡Soy tu perra! ¡Aquí y en casa, soy tu puta! ¡SOY TU PUTA!

Ella tuvo un orgasmo mientras yo seguía azotándola. Mi verga apenas estaba en la entrada de su puchita. Los dedos de sus pies se contrajeron y ese fue mi señal para metérsela hasta el fondo, arrancándole un alarido que resonó en toda la estancia. Le metí la verga indiscriminadamente, a distintos ritmos y la sacaba a mi antojo para que me la mamara con vehemencia. Mi palma descendía sobre sus mejillas y ella sólo gemía y volvía a cabecear con más intensidad. En cuanto sentí las ganas de acabar, me dirigí nuevamente a su retaguardia y sin avisar, clavé sólo la cabeza de mi miembro en su culo y dejé salir mi semilla en su interior.

Y así, continuamos. Aproveché cualquier oportunidad para seguir castigando su culo, su espalda o la cara interna de sus muslos con el pequeño fuete. Debo admitir que me ensañé al escuchar sus chillidos agudos cuando apenas y le daba unos leves golpecitos a las plantas de sus pies. Más tarde, ella me confesaría que aunque físicamente fueran cosquillas, la emoción y el pánico de ser azotada hacían que se sintiera como dolor placentero, cosa de la que tomaríamos nota para el futuro.

Eventualmente, volví a venirme y lo hice nuevamente en su cara, como me lo pidió. Y más pronto que tarde, mi vejiga por fin dio señales de no poder más. Al enterarme de su deseo, me puse a investigar y me aseguré de no beber más que agua desde el día anterior, eso y un par de copas del vino del restaurante, asegurándome así que el contenido de mi cuerpo fuera lo más limpio posible. Terminó siendo más difícil para mí de lo que pensé, tener en frente a mi propia madre, hincada, haciendo un cuenco con sus manos y sonriendo con la boca abierta y la lengua afuera esperando mi descarga; resultó ser una imagen demasiado fuerte, era demencial. Ella misma se llevó mi tranca a la boca de nuevo y volvió a estimular mi uretra hasta que no pude más.

Jamás me imaginé haciendo algo como eso, pero todo fue más sencillo al ver su cara de satisfacción y gozo puro. Una de sus manos se mantuvo asida a mi grifo y la otra se perdió en su entrepierna, haciendo movimientos frenéticos y arrancándose gemidos que se deshacían en alaridos. En cuanto acabé, su boca se abalanzó sobre mí y comenzó a mamármela frenéticamente para evitar que mi carne se ablandara. Pese a todo, pude continuar y al volver a entrar en ella, estaba más caliente y apretada en su interior. Estaba mucho más prendida, el timbre agudo de su voz y su forma desenfrenada de gritar no dejaban lugar a dudas y eso sólo me hacía querer darlo todo y seguir alimentando aquél frenesí.

No nos detuvimos hasta acabar exhaustos, todos sus orificios recibieron mi semilla y para su suerte pude brindarle una segunda aunque más breve lluvia dorada que recibió en su rostro y pecho, dejando que le resbalara hacia el resto de su cuerpo. Y así como ella me pidió cumplir su petición, yo le pedí que me dejara limpiarla en el baño como había hecho con Julia y no me resistí a comer de su fruto. Mi sorpresa fue mayúscula al sentir ese chorro tibio salir de ella, no era un orgasmo y no era el rocío de la regadera. Una sonrisa pícara me confirmó lo que temía, pero ya fuera por el agua que resbalaba de su cuerpo y me limpió la lengua o simplemente, la calentura, tampoco me detuve.

—¿Te espantaste? —me preguntaría pícaramente después con una sonrisa traviesa mientras volvíamos a casa. 

—Fue… Yo… Eh… No me lo esperaba —atiné en responder de manera diplomática.

—Yo pensé que te quitarías —ronroneó con su mano en mi pierna.

—¡Meh! Peores cosas me he llevado a la boca —respondí con resignación—. ¿Entonces, qué? ¿Ahora vamos a tener que lavar tus sábanas más seguido?

—¡Ay, no! ¡¿Cómo crees?! —exclamó, horrorizada—. ¡No vamos a hacer esto en la casa!

—¿O sea que tu plan es que volvamos allí de vez en cuando? —le pregunté sugerentemente

—Puede ser… la verdad, me sentí muy cómoda con la forma en que nos trataron —contestó con tono jovial, tal vez recordando cómo la recepcionista le informó que no íbamos a tener problemas ni cargos extra por ensuciar el cuarto—. No sé. Como que me dio la impresión de que han de estar preparados hasta para cosas peores, ¿no?

—No quiero ni imaginármelo —respondí, genuinamente perturbado y con una extraña pesadez en la barriga.

Llegamos a casa, pero nos quedamos en el auto platicando un rato más. Iban a dar las 4, así que ninguno de los dos pensamos siquiera en tratar de dormir. 

—¿Y cuál va a ser el plan para Raqui y para Julia? —me preguntó coquetamente, agarrando mi pierna con firmeza.

—Lo mismo, una cena y una sorpresa —respondí, haciéndome el interesante, aunque en verdad todavía no tenía idea de cuáles serían esas “sorpresas”.

—Eso pensé —resopló con resignación y se puso a buscar algo detrás de nuestros asientos—. Vas a necesitar ayuda —pujó mientras seguía escudriñando—. Estuve buscando… y… ¡ah! Me pasaron el dato de una tienda naturista… ¡Ah! —exclamó aliviada, sacando la mano y entregándome un bote con pastillas—. Son las que me había contado Tere —comentó, exhausta pero emocionada—. Es como una vitamina, no es Viagra ni tiene riesgos para el corazón.

Yo me quedé viendo el bote, de todas las personas en el mundo, jamás pensé que sería mi madre la que me entregara algo así. En efecto, era el afrodisíaco del que me había hablado Tere, del cual me dijo que era mejor no abusar.

—Es una dosis baja —se apresuró a contarme—, investigué. Hay otras que son para adultos mayores y personas con problemas, pero como no es tu caso —añadió con tono sugerente y pícaro—, estas tienen menos de la mitad que otras pastillas. Además, estas sí las podemos añadir al agua de granada.

Su sonrisa había ido acentuándose con cada palabra, estaba verdaderamente emocionada con su compra. ¡Y claro! Ella también saldría beneficiada, creo que es el equivalente a que un hombre le regale lencería a su mujer.

—Tampoco quiero que las usemos con frecuencia… pero… es una ocasión especial —comentó con tono de justificación, más para ella que para mí—. Nada más tómate una en la mañana y... ¡Es más! —dijo antes de arrebatarme el bote. Procedió a abrirlo y empezó depositar las pastillas de una en una sobre su mano—. Estas son para ti y yo guardaré las demás.

—¿Tres? —le pregunté, extrañado.

—Hoy, te tomas una y la pruebas, mañana, que es catorce y dices que le tocará a Raquel, te tomas otra desde temprano y la otra, para Julia.

Confieso que sí sentía curiosidad por probarlo, pero había algo en el hecho de que fuera mi propia madre la que me instara a tomar afrodisíacos que inevitablemente me hacía sentir algo incómodo, más aún cuando quiso asegurarse de que me tomara la pastilla frente a ella, recompensándome con un beso tierno y cálido. Más tarde, ya dentro de casa, nos preparamos un café bien cargado y nos dispusimos a empezar el día. Mis dos hermanas no tardaron en bajar a desayunar y claro que no se quedaron calladas. Raquel nos hostigó con preguntas y comentarios sarcásticos por haber vuelto hasta esa hora y Julia sólo se mostró preocupada al saber que no habíamos dormido nada.

—¿Celos? —le preguntó la hermana menor a la mayor.

—¡Dirás “miedo”! —respondió con una expresión consternada—. ¿Pues qué tanto hicieron toda la noche? —se dirigió hacia mí con los ojos bien abiertos y una expresión burlona en el rostro.

—Nos quedamos platicando una hora o dos aquí afuera —me apuré en aclarar, como si aquello sirviera de algo.

Raquel sólo hizo el gesto de dar una mamada y Julia se aclaró la garganta antes de retirarse para tomar su baño. Mamá no le dio detalles sobre lo que hicimos o el tipo del lugar al que fuimos, por lo que también guardé el secreto cuando mi hermanita me preguntó después.

—¿Fue un motel caro? —insistía en preguntarme, arrodillada frente a mí y lamiéndome la verga con tranquilidad—. ¿De esos que tienen jacuzzi? —continuó entre chupetones, mirándome con esos ojos llenos de curiosidad—. ¡Hum! Pues no creo que hayan hecho mucho, la tienes bien dura.

En efecto, mi amigo no había tardado en ponerse como piedra con sus caricias. Había pasado ya más de una hora desde que tomé la pastilla y aunque podía sentir el calor de mi sangre fluyendo por todo el cuerpo, la verdad era que mi macana estaba muy sensible de tanta fricción. Ella lo notó, por eso lamía y succionaba con bastante cuidado, demostrando una vez más por qué nadie más sabe mamármela como ella. No me cansaré de reconocérselo. En situaciones como esa, sabía qué hacer, dónde, cómo y cuánto; y siempre logró que fuera más placentero que doloroso.

—¿Tuvieron su cita romántica? —jadeaba con tono distraído y una mirada absorta en mi verga, como si le estuviera hablando en lugar de a mí— ¿O sólo fue tu perra? —ronroneó, dándole un besito—. ¿La hiciste gritar? —Otro beso—. ¿Eso vas a hacer conmigo?

Por un breve instante, me preocupó verla actuando así; sin embargo, eso no impidió que me viniera pronto. Ella supo anticiparse y se acomodó para que acabara en su boquita abierta y pude ver que le sorprendió que incluso en esas circunstancias yo todavía fuera capaz de sacar algo (aunque fuera poco), seguro por aquella magia negra de las pastillas. Aun así, mi hermanita supo que yo no aguantaría un palo. Literalmente, traía la tranca casi al rojo vivo.

El resto del día me la pasé dándole vueltas a lo que haría con Raquel al día siguiente. Tenía planeado llevarla a un restaurante que estaba a las afueras, uno muy lejos, en donde no pudiéramos encontrarnos ni por error a ninguno de sus compañeros del teatro. El problema era pensar en qué haríamos después. Sé que ella prefiere las sorpresas, así que no podría llevarla al mismo motel al que habíamos ido antes; sin embargo, ya no había espacios disponibles en los demás hoteles que tenía en mente.

Yo digo que con la cena sería suficiente. Ya luego, pueden hacer lo que quieran en su cuarto, ¿no?

Me atreví a pedirle consejo a Julia, me devolvió la llamada casi de inmediato al ver mi mensaje preguntándole si podía marcarle. Al principio, sonaba preocupada, pero al explicarle la razón de mi llamada, su voz no ocultó que estaba contenta por haberle pedido ayuda. En algún momento, alguien la interrumpió. Era Michelle, su amiga, y mi hermana no tuvo reparo en contarle que estaba hablando conmigo y el problema en cuestión, por supuesto, omitiendo el detalle de que mi cita de San Valentín sería nuestra propia hermana.

Pues sí. —La escuché comentar con tono de obviedad del otro lado de la línea—. Es más, si quiere, podría hacer esa mamada de decorar el cuarto con pétalos de rosas y velas. Así, todo cursi. No sé.

Dice que…

—Sí, sí. La oí —interrumpí a mi hermana—. No sé… creo que es algo muy “equis”, ¿no?

¿Alguna vez lo hiciste? —Julia me cuestionó con tono retórico. Pude escuchar el chillido chismoso de Michelle, quien malinterpretó la pregunta de su amiga. Le respondí que no—. Entonces, va a ser una sorpresa para ella. Al final, créeme que le va a dar igual que lo hagan en su cuarto, en un motel o en el monte.

Pude escuchar más ruidos de chismorreo de Michelle, quien le soltaba comentarios instigadores a mi hermana de ser muy “open-mind” por hablar de esas cosas con su propio hermano. Al final, no sé si Julia había involucrado a su amiga para genuinamente ayudarme o porque el hecho de que estuviera haciéndolo sin saber que estaba ayudando a un par de hermanos a cometer incesto le estaba prendiendo tanto como a mí.

No cabía duda de que las pastillas sí habían surtido efecto. Había tenido varias erecciones a lo largo del día, incluso en momentos inconvenientes con algunos pacientes. Ni siquiera eran masajes de cuerpo completo, simplemente mi anatomía reaccionaba sin querer al mínimo descuido, como si fuera de nuevo un puberto y tuve que ingeniármelas para disimular. La traía dura desde hacía rato tan sólo por escuchar la voz de Julia, pero todo eso de tener a Michelle a lado de ella me obligó a encerrarme en el cuarto de masajes para poder sacármela a gusto.

—Julia… —le susurré por teléfono.

¿Qué pasó? —me preguntó, bajando la voz.

—La traigo bien tiesa.

Pude escuchar cómo mi hermana ahogaba un grito de sorpresa y comenzó a balbucearle a su amiga cosas que no pude entender, pero sólo por oír el nerviosismo en su voz y las risas burlonas de la otra, no hizo falta intentar descifrar sus diálogos. Preferí colgar y dejé que ella sola se zafara de la situación. Más tarde, esa noche me lo reprocharía en su cama.

 

Había empezado a jalármela, pero luego pensé que aquello era un despropósito cuando podría esperar a llegar a casa, así que me detuve antes de venirme y logré mantener mi mente ocupada como pude con otras cosas hasta cerrar el local. Cuando llegó Raquel, me lancé sobre ella, casi le arrancaba la ropa mientras me la comía a besos. Ella se mostró contenta porque la recibiera así, pero en cuanto mis manos en su cadera buscaron girarla, se escabulló de mí y corrió a encerrarse a su cuarto, diciéndome que eran órdenes de mamá. Escuché el portazo, aquello que dijo me dejó perplejo. Le marqué a mamá y me lo corroboró.

A ella le va a tocar mañana y le conviene que no te canses mucho hoy—decía con soltura desde el otro lado del teléfono, ejerciendo aquel tono de autoridad el ser nuestra madre le confería—. Además, también vio cómo la traías en la mañana, sabe bien que te tienes que reponer primero.

—¡Tus malditas pastillas me han tenido con la verga dura todo el día! —gruñí al teléfono, estaba molesto.

¡Ah, caray! Entonces, sí están potentes —comentó con asombro para sí, haciendo caso omiso a mi queja como esos científicos que salen en las series y películas—. Entonces, más te vale no pasarte hoy con Julia —me advirtió, indiferente al rugido que arrojé—. Ella te va a ayudar hoy, al menos con ella te comportas más. ¡No te vayas a alocar! —me advirtió con ese sonsonete de advertencia que solía usar cuando era más joven—. Piensa en lo que vas a hacer mañana con Raquel y luego, con Julia. No quemes tus cartuchos. Bueno, bye.

Esas fueron sus últimas palabras antes de colgar. Sentí que las orejas me estaban hirviendo y podía escuchar mi propio pulso retumbando tanto en mi cabeza como en la punta de mis dedos. Resoplaba y bufaba, ni siquiera pude distraerme con la televisión. No estaba realmente molesto con nadie, simplemente tenía unas ansias tremendas por coger. Pocas veces me había sentido así de frustrado. Me la pasé gruñendo, yendo de un lado a otro hasta que llegó Julia, de hecho, llegó muy temprano. Y venía prevenida, tan pronto me vio, me dijo que fuéramos a su cuarto.

Como era de esperarse, me reclamó por lo de la llamada en lo que yo le ayudaba impacientemente a deshacerse de su ropa. Sacó un frasco con una pomada de su bolso y se apuró en untármelo en la riata, ya estaba tiesa desde hacía un buen rato. Sus manos me acariciaban suavemente, mi hermana no podía ocultar su asombro (o preocupación). La traía dura como piedra y las venas me palpitaban tanto que incluso ella podía sentir cada uno de mis latidos sin dificultad, pero sobre todo, la tenía bien roja. Era una crema para rozaduras y el efecto de alivio fue inmediato, no me di cuenta de que aún me ardía la piel hasta que sentí aquella frescura que me tumbó en la cama.

Apenas y posaba su mano sobre mí al principio, era como si la crema se embarrara sola. Pero poco a poco, iba presionando, sobre todo cuando sentía mis venas, hasta se quedaba un rato antes de seguir masajeando. Y luego, podía sentirla subiendo y bajando por mi carne a buen ritmo, y en ese momento, decidió desahogarse.

—Tuve que aguantarme sus indirectas todo el día —decía, refiriéndose a su amiga—. No se sacó de la cabeza que me habías dicho una leperada —añadió, refunfuñando con una mueca de molestia, pero también con una media sonrisa.

—Pues, no se equivocó —pujé, perdido entre el alivio y el gozo.

—¡No, pero tampoco iba a contarle lo que me dijiste! —me reclamó sin que su mano se detuviera— De por sí se la pasa chingue y chingue desde la vez del motel… —exclamó con agobio— ¡Ash! Es muy cansado estar dándole largas cuando me pide que le diga con quien “salgo”. Porque aunque le dije que ya no he vuelto a salir con nadie, no me cree.

—¡Pues dile!

—¡Ja! ¡Ja! —canturreó con sarcasmo, castigando mi glande con su pulgar y haciéndome gemir—. ¡Ah! —suspiró luego—. ¡Ya no sé qué voy a hacer con ella! No quiero dejar de hablarle.

—¿Le dejarías de hablar? —pregunté, sorprendido. Michelle parecía ser la única en la televisora a la que ella consideraba su amiga.

—Es eso o esperar a ver qué día yo la cago… no sé, que se me salga decirle algo sin darme cuenta… ella es muy metiche, sabe unir hilos de los chismes que escucha por allí… Ya me ha tocado ver cómo le atina a casi todo cuando termina revelándose la verdad, hasta me espanta. Si alguna vez se enterara de esto… me tendría que salir de allí y buscar trabajo en otro lado, otra ciudad… no sé.

Dijo aquello con voz taciturna más que temerosa o consternada; y aún así, su mano nunca se detuvo. La verdad, Julia había mejorado bastante con su técnica y además, la lubricación de aquella crema aceitosa le agregaba una sensación mucho más placentera a todo. Tras unos momentos de silencio, fue acercando su cara a mi entrepierna. La sensación de su lengua tibia contrastó con la sensación de frescura del ungüento, su saliva iba diluyendo poco a poco la pomada.

—Sabe a vela —se quejó, torciendo la boca antes de volver a llevarse mi salchicha dentro de ella.

Me vine a los pocos segundos y como era de esperarse, no iba a ser sólo un chorro. Sujeté su cabeza en lo que me salían las demás descargas y ella mantuvo su posición, pero en algún punto, sentí que todo dentro de su boca retumbaba y una mezcla de fluidos cayó sobre mí mientras ella no podía para de toser ruidosamente. Fue un volumen considerable lo que le escurría de los labios y formó una columna momentánea de mecos y saliva hasta mi entrepierna. Ver que se le perdía la mirada mientras controlaba sus arcadas hizo que un escalofrío me recorriera y fue como si una última descarga me saliera desde lo más profundo de las entrañas, manchando su rostro. Ahogó un grito y frunció los párpados para proteger su vista.

—¡Perdón!—jadeé, sobrecogido. A ella no le gustaba que me viniera en su cara— ¡Perdón, perdón! Me estuve aguantando todo el día…

—Ya vi —respondió lastimeramente, incapaz de ver nada.

Tenía las palmas extendidas, suspendidas, con los codos pegados a su torso y todos los músculos de su cara contraídos. Me apuré en agarrar lo primero que pude para limpiarla, con delicadeza y aguantando la respiración, resultó ser su blusa.

—Vas a tener que lavar esto a mano, ¿eh? —me reprendió al ver su prenda manchada, aguantándose la risa—. Lo último que quiero es llegar a trabajar y que Michelle sepa a qué huele tu…

—¿Jarabe del amor? —pregunté, con un caricaturesco acento francés.

Aquello terminó por romperla. No parecía ser la gran cosa, pero aún recuerdo cómo se desanudaba mi estómago y garganta cuando la escuché reírse a carcajadas. Nos recostamos un rato, tonteamos y con poco más que un beso, mi miembro había vuelto a la vida.

—Creo que todavía te queda jarabe —bromeó, deslizando su mano por mi vientre antes de volver a sujetar mi tranca.

Ella se encargó de mí esa noche, tal y como había dicho mamá. Después de eso, prefirió usar la mano y no creí que se animara nuevamente, pero me puso muy contento verla descender para mamármela de nuevo. Eso sí, cada que mi mano se asomaba cerca de su entrepierna o que mi boca se aventurara por debajo de sus pechos, ella me lo impidió. Estaba allí para que Julia se encargara de mi verga, nada más. Tenía prohibido intentar algo más. En ese momento, dijo que era mi castigo por lo de la llamada, pero mucho después me confesaría que fue para evitar que aquella noche me propasara, después de todo, una parte de ella temía que las pastillas me hicieran perder el control.

 

Mi día siguiente empezó con otra mamada de Julia antes de prepararse para irse. Bajé a preparar el desayuno, pero se me habían adelantado. Mamá y Raquel me dedicaron miradas lascivas y sonrisas llenas de expectación. Fue mi hermanita la que me acercó el vaso con la pastilla y se aseguró de que la tomara, inspeccionando con su lengua que no la escondiera debajo de la mía. Todo era una excusa, era evidente que ambas estaban tan cachondas como yo. Ni siquiera disimulaban cuando revisaban mi entrepierna, pero ya era demasiado tarde y tuvieron que irse antes de que las pastillas hicieran su efecto.

El plan que tenía para la noche con Raquel era simple: una cena y una noche en un buen hotel que logré encontrar. Me costó un ojo de la cara por haberlo pedido con tan poca anticipación, pero tenía un jacuzzi, aquél por el que me había preguntado la vez de mamá. No me parecía la elección más inspirada, pero Julia tenía razón con aquello de que cualquier cosa que no hubiéramos hecho ya sería una sorpresa.

Eso sí, guardar la calma fue incluso más difícil que el día anterior. Afortunadamente, tuve con qué entretenerme en el trabajo a pesar de que hubo pocos pacientes, me puse a organizar todo en las alacenas y limpié hasta el último recipiente de producto que tenía en inventario. Creí que estaba lográndolo, hasta que recibí la llamada.

—¡¿Y por qué no le dijiste que no?! —le reclamé, alzando la voz.

¿Y qué le iba a decir? —respondió en voz baja, desesperada—. Ella sabe que hoy no tengo llamado en el teatro… y ni modo que le dijera que ya tenía planes para esta noche. ¿Con quién? —recalcó—. No es como que pueda inventarle que ahora tengo un novio o algo así.

—¡Me lleva la chingada, Raquel! —le grité al teléfono, llevándome la mano a la cara y caminando en círculos—. ¿Sabes lo que me costaron las reservaciones?

—¡Pues, te las pago! —susurró con voz casi gutural, pero susurrando. Seguramente estaba oculta en un probador o algún otro rincón de la tienda—. Mira, no supe qué hacer, ¿okay? —continuó, hablando cada vez más rápido— Y ya no tengo una excusa para cancelarle ahorita. ¿Qué quieres que le diga, que alguno de ustedes se enfermó? ¿Que se murieron los abuelos? ¿Que de pronto me acordé que teníamos una cena de 14 de febrero en casa? ¿O mejor le digo de plano que me iba a ver contigo?

Me quedé sin saber qué decir. Alondra acababa de visitar a Raquel para darle un adelanto de la sorpresa de San Valentín que tenía planeada para ambas y ella no supo qué hacer más que aceptar que se vieran al terminar su turno. Una vez más, me zumbaban los oídos, estoy seguro de que esas malditas pastillas lo propiciaban. Cada latido de mi corazón se sentía como si estuvieran apretándome la cabeza, no podía pensar claramente. Sólo resoplaba y me pasaba los dedos por el pelo.

¿Y si vas con Julia? —sugirió de pronto, con voz queda. Sonaba apagada, triste, acorralada. No supe qué responderle—. Digo… así ya no pierdes la reservación… ¿no?

 

 

—Pues… un poco sí tuvo razón —dijo de la nada Julia mientras el mesero llenaba su copa—. Digo, si no, no creo que te hubieran devuelto lo que pagaste si cancelabas.

—Ajá —contesté con desgana, con la mirada perdida en los cubiertos dorados perfectamente alineados frente a mí.

—No hay devoluciones al cancelar una reservación, mucho menos en estas fechas, señorita —tuvo el gusto de acotar nuestro entrometido y aseñorado mesero, sonriéndome amable pero cínicamente mientras se acercaba a servirme.

—¿Ves? —comentó ella con tono conciliador— ¡Anímate! Ya estamos aquí.

—Ajá… —volví a rumiar, con mi mejilla deformada, apoyaba sobre mi palma, con el codo sobre la mesa.

—¡Esperen a probar la cena que les tenemos preparada! —intervino de nuevo el señor sonriente, dirigiéndose a mi hermana—. Van a ver que mejorará su velada.

—Está bien. Eh… Sería todo por ahora, gracias —le respondió Julia y el sujeto entendió que debía retirarse.

Mi hermana se puso a menear y a olfatear su copa, insistía en que así debía hacerse según un curso de cata de vinos que alguna vez les ofrecieron en la televisora. Al menos, ella estaba tomando toda aquella situación mejor que yo. Claro que se sorprendió cuando le marqué y le expliqué por qué necesitaba que me acompañara esa noche en lugar de Raquel, pero para mi suerte no hizo muchas preguntas, sólo insistió en que ni fuera a recogerla a su trabajo (como había hecho con mamá) y que tampoco llegáramos juntos al restaurante. Todo ocurrió tan rápido, fue como si sólo hubiese parpadeado y ya me encontrara esperándola en la entrada. Afortunadamente, no hubo contratiempos.

Estaba despampanante. Nunca le había visto aquél vestido negro que se ajustaba tan bien a su figura y que, pese a cubrirla por completo de frente, por atrás ostentaba un “escandaloso” escote, uno que dejaba su espalda completamente descubierta y que acababa justo en el punto ideal para que la separación de sus glúteos quedara a salvo y sólo pudiera adivinarse con la iluminación adecuada. Era atrevido, pero para nada vulgar. No sé si eran los nervios, pero mientras esperábamos a que nos dieran nuestra mesa, ambos sentimos que estábamos atrayendo las miradas de la gente a nuestro alrededor. Por eso aceptamos de inmediato las copas de vino.

—¡Ay, ya! —insistió con voz dulce y extendiendo su mano sobre el mantel—. Quita esa cara. Ponte en su lugar, no es como que tuviera opción.

—Ujum —gruñí, sacudiendo la copa para no verla a ella.

—No es como que pudiera decirle que ustedes dos ya tenían planes para pasar la noche jun…

—¡Ya sé! —espeté, agachando la mirada y apretando mis labios para esconderlos de inmediato— Ya sé —repetí un poco más bajo, avergonzado—. ¡Ah! —resoplé—. Perdón.

—Está bien… Ya… —continuó hablándome gentilmente—. No pasa nada. Ya, estamos aquí. No fue tu decisión. No había nada que pudieras hacer.

Fue como si mi espalda se sintiera más ligera de repente y pudiera enderezarme al fin. Mis dedos buscaron los suyos y su sonrisa, aunque algo incómoda, me hizo darme cuenta: a lo mejor no estábamos allí por gusto, pero estábamos allí, acompañándonos. Y sí, claro que el lugar era bonito y claro que era un sueño tener a Julia así delante de mí, bebiendo vino a la luz de las velas y con un pianista tocando a escasos metros de nosotros; me sentí un imbécil por no valorarlo desde el inicio.

—¡Ay, oye! —canturreó con una sonrisa pícara— ¡Es como si de veras te cambiara toda la cara! —festejó ella, apretando nuestros dedos entrelazados—. Te ves más guapo así —añadió con voz sedosa, sonriendo con la mirada y arrugando la nariz.

—Es de familia —le respondí, obligándola a ocultar su sonrisa con un sorbo más de vino.

A partir de allí, todo fue como un sueño. La comida estaba deliciosa y nuestras copas nunca estuvieron vacías. Una cantante se unió al pianista y una lluvia de burbujas hizo que el show de luces brillara con tonos rojos y rosas. Pero sin duda lo que hizo toda esa cena más mágica fue lo bien que nos la pasamos, platicando sin parar, no como una pareja de noviecitos ni como un par de amantes, sino como un par de hermanos. Nos tirábamos carrilla el uno al otro a más no poder, no parábamos de reír (tal vez era porque también nos bebíamos el vino como si fuera agua) y aunque me sonreía cuando sentía mis caricias en su pierna debajo de la mesa y nuestras miradas nos hablaban de que otro tipo de hambre esperaba a ser saciada; en ningún momento dejé de sentir a Julia como la hermana mayor que estaba, más que nunca, allí para mí.

—¿Qué tienes? —rio, ocultándose tras el dorso de su mano—. ¡Estás llorando! Ja, ja. ¿Ya se te subió?

—¡De tanta risa, será! —me apuré en responderle, limpiándome con la mano.

—¡Chillón! —se burló.

—Mira quién habla, chillona.

No era el único con los ojos humedecidos, aunque ella se hizo la desentendida, refugiándose una vez más en su copa. Tenía tantas ganas de besarla en ese momento, pero como ella dijo que no podíamos hacerlo con tanta gente viéndonos, tuve que conformarme con seguir acariciando su pierna a escondidas. Aquella era otra de sus condiciones: nada de besos ni toqueteos a la vista de nadie, después de todo, ella me advirtió que si alguien nos llegaba a preguntar, no íbamos a ocultar la verdad: era una chica acompañando a su hermano al que dejaron plantado en San Valentín y, como hermanos, teníamos que comportarnos… por más que llevara horas con la verga durísima por culpa de aquellas malditas pastillas.

De vez en cuando, la sorprendía escaneando disimuladamente la habitación, no hacía falta preguntar por qué lo hacía. Bien dicen: “Piensa mal y acertarás” … y para nuestra mala suerte, Julia acertó. Una melena oscura apareció entre las mesas y una voz chillona nos saludó.

—¡Amigaaaa!  ¿Qué haces aquí? —preguntó Michelle escandalosamente y una voz tan aguda como para quebrar nuestras copas—. ¿Será? ¿Por fin voy a conocer a tu galán?

—¡Ay, cabrona! ¡No te hagas! —le respondió mi hermana, con voz áspera—. ¡Es mi hermano!

—¡Ih! —exclamó hacia dentro dramáticamente—. ¿Apoco sí es? Bueno, ya decía yo que ese guapetón se me hacía familiar —continuó hablándole como si yo no estuviera allí y con un tono exagerado—. ¡Oye! ¡No te sabía estas mañas! ¿Eh? Una cosa es cogerte a un primo, pero esto…

—¡Ay, cállate, babosa! —volvió a exclamar Julia con fastidio y evitando toda delicadeza, era raro escucharla hablar así—. ¡Vine porque su cita le canceló a última hora y ya había hecho la reservación!

La sangre se me fue a los talones y aparté mi pie de ella debajo de la mesa como si fuera un hierro al rojo vivo. Tuve el impulso de encorvarme e intentar hacerme lo más chiquito que pudiera, tal vez lograra alcanzar el tamaño de un grano de sal o a lo mejor, desaparecía por completo, eso hubiera sido bueno.

—¡Oy! ¿En serio? —preguntó con falsa lástima, pero sin siquiera voltear a verme—. ¿A él? ¡No te creo! ¿No será que a la que dejaron plantada es a otra? —sugirió entonces con cizaña—. Ese vestido pegadito no es como para acompañar a tu hermano a una cena, ¿o sí?

No podía creerlo, esta pendeja estaba malentendiendo todo. Por un lado, parecía como si Julia estuviera intentando derretirle la cara con la mirada, pero por el otro, aquello me hizo sentir un verdadero alivio.

—¡Ya te descubrieron, hermanita! —intervine al fin, con tono cínico. Ahora tenía que traer la pelota a mi cancha—. Te dije que nadie iba a creerte.

—¡Ja! ¿Ves? ¡Lo sabía! —se felicitó a sí misma la entrometida.

Fue apenas un instante. Los puñales en los ojos de Julia ya venían directo a mí, pero mi sonrisa de sinvergüenza fue más que suficiente para que entendiera cuál era mi tirada.

—¡Ah, no! —remontó mi hermana con indignación—. ¡No es así y lo sabes, cabrón! —vociferó, apoyando su puño ruidosamente sobre la mesa. Estaba metiéndose en su papel, jamás me había hablado así—. ¡Estoy aquí por TU culpa!

—Ya… ya… —continué hablando como un patán—. Admítelo y ya: tu novio brasileño te dejó botada para no pasar San Valentín contigo. ¡Se dice y no pasa nada!

—¡Wow, wow, wow! ¿QUÉ? —se sorprendió Michelle, había mordido el anzuelo—. ¿Cómo que “novio brasileño”? ¿Y ese quién es?

—¡Mira, tú cállate! —me amenazó Julia sutilmente con su cuchillo y alzando el mentón, ignorando la pregunta—. ¡Al que dejaron plantado fue a ti!

—¡Al menos yo sí tenía planes para esta noche! —contraataqué, “exponiéndome” frente a su amiga.

—¡Ja! ¿Ves? —se jactó mi hermana con otro golpe sobre la mesa, sonriendo como desquiciada—. ¡Ahí está! El plantado aquí eres tú —me acusó con su índice—. ¡Y yo, aquí de mensa, acompañándote!

La expresión en la cara de Michelle no era un poema, era una oda a la confusión. Era como ver un video de bromas de cámara escondida, yo estaba pellizcándome bajo el mantel de la mesa para no romperme. El plan funcionó. Derrotada, la amiga entrometida se retiró al poco rato. Mi hermana se inventó que, como el único vestido adecuado que tenía (el que había usado cuando fuimos al motel) seguía en la casa de ella, no le había quedado de otra que usar ese, el cual había estado reservando para una ocasión especial. La verdad, Julia no tenía nada qué envidiarle a Raquel en temas de interpretación actoral. Hasta a mí se me olvidó por un momento que todo aquello era una mentira cuando la pobre chica me pidió disculpas y se lamentó porque me hubieran dejado plantado (después de todo, ella también me había aconsejado qué hacer para esa noche).

No fue hasta que por fin se retirara que Julia y yo nos dimos cuenta del alboroto que habíamos armado sin querer. Los comensales a nuestro alrededor no supieron disimular su estupefacción después de haber presenciado semejante escena. Algunos nos veían burlándose, otros con pena ajena y algunos más, hasta con lástima. Y aunque aquello habría sido muy humillante en otras circunstancias, no podía importarme menos. Un tacón se acercó a acariciar mi pierna bajo el resguardo de la mesa y esa sonrisa discreta y traviesa me ayudaron a disfrutar de nuestra gran victoria en lugar de prestarle atención a aquella multitud de desconocidos.

 

¿Cómo va la cena?
¿Ya acabaron?

Estaba en el baño, el vino se me había acumulado en la vejiga. Sentía la cabeza ligera y sólo saqué el teléfono para ver qué hora era, pero me encontré con los mensajes de Raquel.

Ya casi. ¿Por?

Me esperé un rato, pero no respondió. Aquello me pareció extraño, tuve un mal presentimiento. Le marqué un par de veces, no me respondió. Tenía desactivado el buzón, pero mis mensajes sí le llegaban. Un torrente de teorías se arremolinó en mi cabeza. Por cada idea rara de que algo malo hubiera pasado, una voz me decía que estaba exagerando. Sus mensajes eran de hacía casi media hora, era más probable que Raquel estuviera “ocupada” con Alondra, me decía a mí mismo para apaciguarme. Pero no fue suficiente. Ya había tardado demasiado, así que salí del baño. Le conté todo a Julia al volver a la mesa y ella también pensó que estaba sobre pensando todo. No obstante, ella pidió que intentara llamarle una vez más. Nada. Aunque ella insistía en que no debía ser nada, al poco rato, sacó su propio teléfono y le marcó, finalmente respondió.

—Hola, ¿qué pasó? —preguntó con voz inquieta—. No, aquí seguimos. ¿Qué… ¡Pues estamos marcándote desde hace rato y no contestas! —le reclamó—. ¿Qué pasó? —Hubo un silencio largo y ella fruncía los labios más y más con un semblante de confusión—. No. No sé —respondió con desgana, cruzando los brazos—. ¿Pasó algo? ¿Dónde estás? ¿Estás con ella? —la interrogó insistentemente—. OK. Pero, ¿están bien, tú estás bien? —preguntó con más calma— ¡Pues no me estás diciendo nada! —volvió a quejarse, iba perdiendo poco a poco la paciencia—. Entonces, ¿no es urgente? —la cuestionó con fastidio y explotó tras escuchar la que debió ser una respuesta insatisfactoria—. ¡Argh! —rugió con desesperación y sólo escuchó por un rato. Inhaló profundamente y su ceño se relajó antes de que cerrara con seriedad—. Sí, está bien. Yo le digo. Bye.

Fueron apenas unos minutos de llamada, pero yo sentí que había sido una eternidad, fue como si me hubiera bajado a una montaña rusa. Guardé compostura mientras Julia guardaba su teléfono en su bolso, estaba molesta.

—Que en cuanto terminemos de cenar, le avises —me comunicó con voz apática—. No quiso decirme nada. Ha de querer que vayas. Pero… pues, tampoco parece que urja —añadió, un poco más tranquila—. Vamos a terminar de comer en paz y luego, ya le marcas, ¿va?

No puedo decir que pudimos disfrutar del postre. Estaba delicioso, pero entre la clara molestia de Julia y las ansias por averiguar qué quería Raquel, no pudimos acabar nuestra porción de tiramisú. Mi hermana mayor me miró con un semblante de desánimo, estoy casi seguro de que era desilusión lo que vi en su rostro, aunque ella se aferró en decirme que en realidad estaba algo preocupada por nuestra hermanita.

Y no era para menos.

¿Ya terminaron? —Fue lo primero en decir al contestar mi llamada. Su voz sonaba seria y rasposa.

—Sí. ¿Qué pasó? —le respondí con tono casino.

Tienes que venir —dijo, sonaba como si tuviera la cara pegada al micrófono.

—Raquel, ¿qué pasó? —pregunté, molesto, pero preocupado—. ¿Está todo bien?

No te alteres. Yo estoy bien. Eh… Necesito que me ayudes con algo.

—¿Qué pasa? —insistí—. ¿Dónde está Alondra?

Aquí estamos. Te paso la dirección. Ven rápido.

 

Antes de que me colgara, pude escuchar una voz de mujer intentando gritar ¿acaso era Alondra? Julia no pudo ocultar su preocupación al verme y comenzó a bombardearme con preguntas cuyas respuestas yo también desconocía. No era necesario alterarla más, le dije que me pidió ayuda con algo y que al parecer, necesitaban ayuda con algo.

—Se les debió descomponer algo —me apuré en sugerir, intentando sonar tranquilo—. La tele o el DVD de porno lésbico que seguro quieren ver. ¿Vienes? —pregunté por cortesía, sabiendo de antemano que la respuesta sería…

—No… Si ella quiso esperar a que acabara la cena y se empecinó en que tú le marcaras, debe ser porque no me quiere allí. ¡Ay! Ojalá no sea nada grave —suspiró.

—Seguro es una tontería, vas a ver —dije con falsas esperanzas.

El taxi nos llevó a la casa, Julia se despidió de mí con un beso en la mejilla y no me fui de allí hasta que la puerta de la entrada se cerrara. Raquel sólo me dio el nombre de la colonia y unas instrucciones algo confusas para llegar al edificio de departamentos. No se veía que fuera una zona peligrosa, pero tampoco sentí que fuera buena idea quedarme esperando en la calle a esa hora. Ya pasaba de medianoche. Por mensajes, le avisé a mi hermana que estaba en la entrada y de pronto, la reja hizo un ruido, dándome acceso. Subí las escaleras hasta el último piso y antes de que pudiera tocar a la puerta, ésta se abrió.

Raquel me recibió cubierta sólo por una blusa que jamás le había visto. Ver a mi hermana sana y salva me ayudó a recuperar el aliento, pero aquella expresión en su rostro hizo que el nudo en mi estómago se apretara aun más. Cerró la puerta tras de mí, me ofreció algo de beber y actuaba como si nada malo pasara.

—¿Qué pasó? —le pregunté por enésima vez en lo que iba de la noche. Ambos sabíamos que teniéndome en frente no iba a serle fácil seguir evadiendo—. ¿Dónde está Alondra?

—Eh… Está en su cuarto —respondió, tratando de sonar calmada—. Ahorita te cuento todo, te lo juro —se apuró en decir—. Pero antes, necesito que me ayudes, por favor.

—Raquel, dime ya lo que está pasando o si no…

—Le conté a Alondra que tengo sexo contigo.


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