Soy Luis, cuando todo esto comenzó yo tenía 20. Mi padre
murió cuando yo tenía diez, dejando a mi madre, Sandra, que entonces tenía
apenas 30 al cuidado de mí y mis dos hermanas. Ella era todavía muy joven, dio
a luz a Julia cuando todavía tenía 17, tres años después nací yo y a sus veintidós,
vino Raquel. Ella era traga-años y las tres se parecían tanto que uno creería
que, gracias a la apariencia siempre juvenil de mamá, eran hermanas. Piel cetrina,
cabello castaño claro, casi rubio opaco, ondulado; esbeltas y muy bellas desde
que puedo recordar. Lo que más las diferenciaba entre sí eran, primero, sus
ojos, los de mi madre son de un color miel, casi verdes y los de mis hermanas,
marrones como los míos y de mi padre; y segundo, sus estaturas, mi mamá y
Raquel son un poco altas, pero no llegan ni de broma a los 1.74 que mide Julia.
Con la muerte de papá, mamá tuvo que buscar un empleo, luego
otro, de modo que se levantaba a las seis de la mañana para prepararnos el
desayuno y el almuerzo e irse a trabajar antes de las 7 y regresaba hasta las
10 de la noche, de lunes a viernes. Los sábados siempre salíamos y nos divertíamos
lo más que pudiéramos con ella, y el domingo a misa casual y de descanso hasta
el lunes.
En este ambiente crecimos Julia, Raquel y yo. Mi hermana
mayor siempre actuó como un una perfecta ayudante de mamá, fue la que se
encargó de darnos de comer, de limpiar, de ayudarnos
con nuestras tareas y hasta de prepararnos para ir a dormir. Julia era una
muchacha muy linda, lista y, sobre todo, hermosa. Cada semana la oía contarle a
Amelia, su mejor amiga de desde que el preescolar, cómo la fastidiaban los
chicos para salir con ella y de cómo su preocupación por nosotros la hacía decirles
que no.
Para cuando yo cumplí doce, era evidente que estaba secreta
e inequívocamente enamorado de ella, así que oírla decir que nos prefería a
estar en una relación con algún muchacho, me hacía sentir más que bien,
superior a los demás hombres. Buscaba estar con ella siempre que podía, ya
fuera lavando los platos, ayudando con la limpieza de la casa o sólo viendo la
tele. Aun así, en el fondo temía que aquello pudiera cambiar algún día, temí
verla irse con alguien más y dejarnos por un novio. Y con la pubertad, vinieron
las pajas. ¡Uf! Puedo considerarme afortunado de no haberme arrancado la pija a
jaladas en esa época. Obviamente, el objeto de esas manuelas era siempre Julia
y sus redondas tetas, que no dejaban de balancearse frente a mí a cada rato
gracias a que siempre andaba sin brasier en casa.
—¡Oh, vaya! Ya eres un niño grande, ¿no Luis? —dijo riéndose
mientras se tapaba la cara y me daba la espalda. Me había descubierto en media
faena al entrar a mi cuarto, yo estaba sin aliento y tapándome entre las
sábanas la oí decir —Es verdad, ahora eres el hombrecito de la casa.
Esa vez, se fue sin decir más y me dejó ahí, en shock.
Después me diría que eso era normal y que ella iba a empezar a tocar antes de
entrar a mi cuarto si veía la puerta cerrada. ¿Qué podía decir? Julia era un
amor, no sé qué hubiera hecho si ella hubiera armado un escándalo y le hubiera
contado a mamá. No hubiera podido soportar un rechazo así de ella. Lo cierto es
que mis erecciones eran muy frecuentes y bastante inoportunas, por lo que
varias veces tenía que irme a aplacar la calentura en el baño en medio de las
tareas de la casa. Ella era consciente de lo que pasaba, porque cuando
regresaba, ella sólo me preguntaba “¿Ya quedó?” con una sonrisa burlona pero
cómplice. Al principio, la vergüenza sólo me permitía asentir con la cabeza
gacha, pero pronto, entrados en confianza, le llegué a responder con una
sonrisa triunfante, como si hubiera sacado un 10 en un examen. No sé si
agradecerle a Dios por tener a un ángel con Julia por hermana o si debía temer
al Diablo, por ponerme semejante tentación. Porque ella no cambió su forma de
tratarme, ni se molestaba cuando veía que tenía una carpa en los pantalones o
cuando me sorprendía viéndole las tetas.
—Se me van a caer de tanto que me las miras, Luís —rio
mientras me aplicaba una llave en el cuello y me jalaba la oreja… dejándome
oler el aroma de su piel y tener sus pechos a escasos centímetros de la cara —.
Tienes que aprender a comportarte o nunca vas a conseguir novia.
Yo siempre he sido un chico completamente antisocial fuera
de casa, no iba mal en la escuela, pero no tenía ni una mísera persona a la que
pudiera considerar más amigo que a un libro. Sí, me llegaban a molestar de vez
en cuando, pero al yo ser alguien alto, no pasaba de un par de palabras o
empujones. Tampoco me llegaron a interesar mis compañeras de escuela, eran todas
unas niñas comparándolas con Julia. Toda la secundaria estuve obsesionado con
mi hermana, cuando ella no estaba, iba a su cuarto y buscaba sus pantaletas,
incluso las que estaban en el cesto de ropa sucia y las olía, me masturbaba con
ellas y varias ocasiones me corrí en ellas y esa era mi principal motivo para
meter a lavar la ropa de toda la familia en días al azar. Lógico, traté de
verla salir de la regadera y, a veces, llegué a ver cuando ella se agachaba frente
a los cajones donde guardaba su cambio de ropa, dándome oportunidad de ver su
culito asomarse debajo de la muy subida toalla de baño, antes de que se cambiara.
Esos momentos me sentía bastante afortunado y fantaseaba con que ella lo hacía
a propósito para dejarme ver, mi imaginación era demasiado activa y por suerte,
siempre supe que eran sólo ideas mías.
Pasaron varios años y Julia comenzó a distanciarse por sus
horarios de la Universidad y el trabajo de medio tiempo que tenía en la radio
universitaria. Llegó a graduarse en una carrera técnica en comunicaciones y
consiguió trabajo en la televisión local detrás de cámara, ella tenía veintiún
años… pero aún sin novio. ¡¿Por qué?! Sin
duda, el no tenerla en la casa día con día pudo influir en que poco a poco,
dejara de fantasear con ella, ahora tenía que encerrarme en mi cuarto, a veces
con llave para evitar incursiones inoportunas por parte de Raquel; y con el
porno al alcance de un par de clics en mi computadora, comencé a hacerme un
ermitaño, ahora hasta dentro de mi propia casa. Yo iba estaba por salir de la
preparatoria ese verano y aún no me decidía si quería seguir estudiando, así
que me dedicaría a hacer las tareas del hogar. Una vez, navegando en Internet,
me apareció un anuncio de un sitio de internet que supuestamente decía cómo
hipnotizar. Le di un vistazo, pero al poco rato pensé que todo eso eran puras
patrañas y deseché el tema por largo tiempo. Sin embargo, la idea se me quedaría
fijada en la cabeza como un imán en la puerta del refrigerador.
No supe por qué, pero hubo un día en el que mi atención se comenzó
a fijarse en Raquel, quien, ante la ausencia de Julia y mamá en casa la mayor
parte del tiempo, recurría a mí para ayuda en temas de la escuela. No sabría
explicar por qué, pero siento que hasta entonces no había hecho el menor
esfuerzo por convivir con ella, como si no viviéramos juntos. Gradualmente fui percatándome
más del desarrollo del cuerpo de mi hermana menor. Sus caderas, sus piernas, su
trasero y sus pechos. Ya era enfermizo pensar en mi hermana mayor de la forma
en la que lo hacía, así que el remordimiento de ver a mi hermana menor como
mujer ya estaba algo paliado por los años e innumerables pajas que le había
dedicado a Julia.
De nuevo, me encontré con el tema del hipnotismo, pero en ésta
habían “experiencias”: relatos contados por personas que aseguraban que
funcionaba, y no sólo relatos, también había fotos y enlaces para descargar
videos, enlaces a otros sitios en Internet y libros. Todo ello empezó a
llamarme mucho la atención. Decidí buscar empleo y así comencé a trabajar de
mesero en un restaurante cerca de la casa. Así, sin nada qué hacer aparte de
perder el tiempo en Internet cuando estaba en casa, entré de lleno en el tema. Visité
varias páginas y leí un sinfín de blogs y documentos PDF hasta que por fin
encontré un portal de videos de hipnotistas. Extrañamente, sabía que la mayoría
de los videos debían ser falsos, pero aun así, seguía investigando. Era obvio
que mi principal interés era el morbo, mis fantasías sexuales eran carbón en
esa locomotora que me hacía seguir averiguando, estaba tomándomelo en serio, al
grado de que me decidí a pagar un curso. Éste costaba dinero y tenía un
ahorradito dizque para comprarme una XBox. Compré el curso, hasta me llegó un
libro por correo y después de “graduarme” y recibir el diploma en PDF
(¡tremenda vergüenza me daría imprimir esa mierda!), el miedo me inundó. No iba
a arriesgarme a hacer el ridículo con Julia o alguien del trabajo, así que
decidí ir por pasos. Raquel era la que más tiempo estaba en casa y sería la
conejilla de indias.
Últimamente, me contaba que estaba frustrada por sus clases
de teatro, parecía tener una especie de miedo escénico y temía a equivocarse en
plena presentación y esto la hacía no querer hacer casting para papeles
importantes o con muchas líneas de diálogo. Fue entonces que me le presenté:
—Hola, Raquel. ¿Qué te pasa?
—Ah, hola. No, no es nada serio. Sólo que soy una boba.
—¿Por qué dices eso?
—Es… es que yo… soy una boba. Soy toda una estúpida –dijo
mientras le brotaban las lágrimas.
—¿Es por lo de tus clases de teatro?
—Sí –dijo entre sollozos.
—Sabes, puede que pueda ayudarte con eso.
—¿En serio?
—¡Claro! Mira, he estado viendo y he aprendido cómo
hipnotizar.
—¿Hipnosis? Mamá dice que eso es mentira, no puedes obligar
a la gente a hacer cosas como en la tele.
—No es como en la tele —comencé a explicarle, como si le intentara
vender un auto en una agencia —. No puedes obligar a la gente a hacer cosas, lo
que haces es hablarle a su parte subconsciente. Imagina que hay dos tú en tu
cuerpo, una que piensa las cosas y otra que las hace, tu cerebro y tu cuerpo.
Por lo que entiendo, tu problema es que a tu cerebro le da miedo fallar y por
eso tu cuerpo se traba, por así decirlo. Lo que tenemos que hacer es quitarle
ese miedo a tu cabeza para que puedas hacerlo, ¿ves?
—¿Seguro que funciona?
—Pues eso es lo que quiero ver también yo —ahora estaba
siendo mi turno de ser actor—. Si funciona, te harías mejor en tus clases para
ser una gran actriz y si no, no pasaría nada. No tienes nada que perder. Me
ayudaría para saber si en verdad esto funciona, ¿me entiendes? Si no, para dejar
de perder mi tiempo con estas cosas, ¿eh? Así que, ¿qué dices?
—Bueno. Pero no me hagas actuar como animal —me advirtió con
su dedo amenazante apuntando a mi frente.
Fuimos a mi cuarto. Estábamos solos en la casa, Julia no
regresaría de su trabajo hasta las ocho, y mamá tampoco llegaría antes. Eran
apenas las seis, había tiempo. Así que inicié los pasos, le pedí que me diera
un collar con un pequeño medallón que se había comprado hacía rato y que se
recostara en mi cama. Comencé a pasarlo frente a ella de un lado a otro,
pidiéndole que sin mover la cabeza siguiera la trayectoria de la gema azul del
centro de la joya, así lo hizo. Según el curso, esto era una mera excusa para que
se concentrara y se relajara, mientras yo le daba instrucciones para que se relajara
y dejara su mente en blanco. Su respiración iba haciéndose lenta y profunda,
por un momento pensé que iba a comenzar a roncar. Así empezó nuestra sesión.
—¿Raquel, estás despierta? —murmuró un “ujum” sin abrir la
boca —¿Estás dormida? —respuesta afirmativa otra vez —Dime cómo te llamas.
—Raquel A… –dijo su nombre completo con una voz lenta y
monótona.
—Bien, ahora levanta el brazo izquierdo y haz círculos con
tu muñeca —lo hizo —-levántate, bien. Ahora hazme una vuelta de carro. Muy bien
—¡Qué locura! Lo estaba haciendo y sin abrir los ojos—. ¿Qué es lo que te pasa
a la hora de hacerlo en público?
—Me da mucho miedo, tengo miedo de equivocarme y que se
burlen de mí –contestó con aquella voz del trance.
—Bien, entiendo. Quiero que escuches bien. Soy yo, Luís, tu
hermano, quien te dice que no tienes nada de qué temer, no hay razón para que
creas que te vas a equivocar. Y si eso pasa, recuerda que no es malo
equivocarse. Cada vez que te dé miedo de equivocarte, repítete: Un error es
sólo una manera de cómo no hacer bien las cosas, es una lección de lo que no
debes hacer. ¿Entendido? —y ella asintió con la cabeza —Muy bien, acuéstate de
nuevo. Bien. Ahora, quiero que hagas lo que yo te diga. Recuerda, soy yo quien
te dice, lo tienes que hacer. Bien, ahora escucha atentamente: ¿Tienes novio?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Andrés —ya sabía de él y no me daba buenas vibras. No eran
sólo celos de hermano, sino que ya había visto a Raquel andar cabizbaja una que
otra vez que el pendejete la acompañaba a casa.
—Quiero que cortes con él. Ya no te gusta, es sólo un mocoso
más, no es importante —estaba llenándome de confianza con mis instrucciones—.
Cuando te des cuenta de que mejoraste en tus clases de teatro, vas a cortar con
Andrés y lo vas a mandar a la mierda. Ese tipo no te conviene, no te quiere
tanto como yo, que soy tu hermano. ¿Entendido?
Volvió a murmurar para confirmar. Le pedí que me repitiera
sus instrucciones, lo hizo. No voy a mentirles, estaba eufórico… y no pude
contenerme.
—Algo más, Raquel. Presta atención: a ti te gusta esto de la
hipnosis, no dejarás de pensar en ello y vas a querer que lo repitamos. Te
gusta que te diga qué hacer, te gusta mucho. De hecho, te excitas cuando te doy
órdenes y vas a buscarme para que te diga qué hacer. En una semana, tú vas a
pedirme que repitamos esta sesión, ¿entendido?
—Sí —esta vez, respondió fuerte y claro, nada de murmuros. Le
pedí que repitiera de nuevo todas las instrucciones, lo último lo repitió letra
por letra, hasta sentí escalofríos. Seguramente fue porque le ordené que
prestara atención.
—Cuando toque tu hombro, despertarás poco a poco. Lo único
que vas a recordar son las frases que te voy a decir de nuevo para que las repitas
cuando tengas miedo, ¿entendido?
—Sí.
—Bien —dije. Y mientras recitaba las frases de despertar un
par de veces más, le hice repetirlas.
Mi mano se posó en su hombro y resopló antes de abrir los
ojos. Se veía normal, parecía que se había tomado una buena siesta. Me miró y
preguntó la hora, habían pasado apenas unos minutos, ella se sorprendió de que
sí se hubiera dormido y se notaba la emoción en su rostro. Le pregunté cómo se
sentía y parecía que era otra. Me recitó las frases que le instruí con una
sonrisa de oreja a oreja. Unas palabras de aliento y un abrazo fraternal antes
de decirle que fuera a su cuarto a descansar, pude ver cómo se sonrojaba y
regresaba a toda prisa a su cuarto como una niña juguetona. No podía creérmelo,
¡había funcionado! Bueno, todavía haría falta averiguar si todo pasaba como
debería… y eso sería a la semana siguiente.
A los pocos días, Raquel regresó de clases con esa misma sonrisa
de oreja a oreja, me abrazó y me dijo que su maestra la alentó a hacer casting
en una obra amateur que iban a hacer fuera de la escuela. Me besó en la mejilla y se marchó a su cuarto.
Durante esa semana, la noté más contenta y cuando estábamos los dos solos en la
casa, se comportaba diferente, un poco más tímida. Aprovechándome de su “nueva
programación”, comencé a pedirle favores pequeños, como que me trajera cualquier
cosa, hojas blancas, una lata de refresco; luego, le pedí un par de veces que me
acompañara a ver la tele o saliéramos a pasear juntos al parque de la privada;
pude ver cómo se sonrojaba y parecía abochornada cada que “obedecía mis órdenes”
y eso me prendía tanto que terminaba liberando la tensión tan pronto regresaba
a mi cuarto.
Un día, Julia se acercó a mí antes de irse a su trabajo.
—Me parece que te quiere mucho después de ayudarla. ¿Qué
hiciste para quitarle el miedo?
Pensé que responderle con un simple “es secreto” bastaría para
infundir en ella una duda que la carcomería por dentro, pero sólo me sonrió y
me dijo que le alegraba ver a Raquel tan contenta. Esa misma tarde se cumplía
el plazo de la semana y tocaba la segunda sesión de nuestra querida hermanita.
—¿Para qué quieres volver a hacerlo? —le pregunté, intrigado.
—Es que, yo… tengo pesadillas. Y quiero que me las quites.
—¿Cuáles pesadillas? —ahora sí, la intriga era genuina.
—Pues no sé. Cada vez que me despierto amanezco sudada,
tengo mucho miedo y no recuerdo lo que sueño. Pero siento que tengo miedo
cuando duermo… en serio, ayúdame.
—Bueno, bueno —la calmé, se veía que estaba consternada de
verdad.
Así volvimos a mi cuarto, le indiqué que se recostara en la cama
e inicié las preparaciones para el trance. Esta vez fue mucho más rápido, por
lo que pensé que estaba fingiendo
—¿Raquel, estás despierta? —negó con la cabeza —¿Estás
dormida? —lo estaba —no quiero que mientas. No me gusta que intentes mentirme.
—No estoy mintiendo, hermano mayor.
—Bien, entonces, haz lo que yo te diga: levanta ambas
piernas. Bien, bájalas de nuevo. ¿Cómo te sientes?
—Caliente, hermano. Me excita que me des órdenes, me gusta
mucho obedecerte.
Eso me prendió de inmediato, su voz no sonaba robótica,
parecía más como si estuviera somnolienta, modorra. La sangre me corría a mil
por hora.
—¿Es por eso?
—Sí, hermano. Me pongo caliente y… y… mis pantis se manchan.
Y tengo que cambiármelas cuando regreso a mi cuarto.
—¿En serio? —yo estaba más que fascinado —¿Y qué más?
—Nada… Sudo mucho. A veces, tengo que meterme a bañar —yo
estaba consciente de eso, la había visto meterse a bañar cuando la mandaba a su
cuarto. Esto era genial, estaba siendo completamente sincera, estaba totalmente
en trance.
—Bueno, bueno… ¿Qué es eso de que tienes pesadillas?
Cuéntame.
—No son pesadillas. Yo tengo sueños… contigo.
—¿Sueñas conmigo? —ella asintió —¿Y qué sucede en tus sueños?
—Sueño que nos acostamos… y tenemos sexo.
Eso fue suficiente para sacarme la verga y comencé a
jalármela. Ya había dado por hecho que esto estaba funcionando, pero en ese
momento, la calentura me ganó.
—Cuéntame. ¿Qué
sucede?
—Estamos en mi cama, desnudos. Tú me abrazas y me dices que
nadie me quiere como tú, que me relaje y que me amas. Nos besamos y luego… —lanzó
un gemido muy fuerte. Me puso la piel de gallina, ya estaba a punto de venirme
tan sólo por oírla —. Metes tu… tu… —mientras ella buscaba la palabra, pude ver
que sus caderas empezaban a sumirse en la cama y sus rodillas se separaban.
Estaba vestida pero eso no le restó erotismo a la escena, ella estaba
resoplando, sus ojos estaban cerrados y sus mejillas estaban sonrojadas —tu
cosa.
—¿Mi… pene? —ella asintió, mientras los movimientos de su
pelvis se hacían cada vez más marcados —¿Y después, qué pasa?
—Nada, me despierto.
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