Tengo un tienda de abarrotes. Mi esposo e hijo me ayudan
en ocasiones, aunque cada quien se presenta cuando quiere. Tengo más de 40 y
después de tener a nuestro hijo, nos cuidamos para no tener otro ni por
accidente. Cuando mi marido se hizo la vasectomía, supe que era por andar de picaflor
porque ambos ya habíamos cumplido 30 y el “niño” ya tenía casi entraba a la
universidad, a mí me quedaban apenas unos años de fertilidad y él pensó que iba
a creerle que era para no volver a embarazarnos.
Tras la operación, quiso despistarme y actuamos como cuando
éramos novios, lo hicimos al acostarnos y al despertar las primeras semanas.
Pero pronto se volvió a apartar de mí, como ya lo había hecho antes de su
intervención. Él cree que me está viendo la cara, pero la suya no es la única en
el mundo, ni siquiera en la cuadra.
Para empezar, está don Camilo, un vecino que
religiosamente se presenta cada mañana a comprar su periódico y el pan para acompañar
su café. Desde que su mujer e hijos lo abandonaron por briago y apostador, acabar
en un anexo y tratar de rehacer su vida, comenzó su ritual de compras. Un día
especialmente caluroso, en el que yo decidí ponerme vestido y una blusa fresca,
pude ver cómo luchaba para separar su mirada de blusa. Lejos de molestarme, aproveché
para inclinarme y confirmar que, en efecto, el pobre seguía de cerca cada vez
que la tela de mi atuendo se mecía.
Cada vez que abría, sé que es cuestión de minutos para que
llegue sólo hasta que lo veo babear como niño hambriento me acuerdo de abotonar
bien mi blusa y le agradezco por hacerme notar mi descuido. Ser coqueta se me
da desde niña y es un gusto que pienso seguir dándome mientras la edad y el
físico aún me den oportunidad. Mi cintura no es lo que algún día fue, pero mis otros atributos hacen que aún se acentúe lo suficiente para no necesitar una faja. La fruta nos llega fresca y un poco "verde" para que esté en las mejores condiciones, pero todos sabemos que logra su punto más dulce una vez está madura.
Así pasaron un par de semanas hasta que hace poco, el
señor de ausentó y al día siguiente, un niño vino en su nombre a pedirme lo que
él siempre se llevaba. Resultó ser que el don se había accidentado y tenía la
pata enyesada, así que aquel niño, que vivía en la misma calle, era su nuevo mandadero.
Un buen día, en el que mi marido se había quedado en el local, decidí que era
momento de ser una buena vecina y le pedí al niño que me dejara acompañarlo a
casa del accidentado. Entré con él a la casa, cara al verme entrar a su cuarto fue
la de estar viendo un fantasma y de inmediato despidió al menor para invitarme una
taza de café.
Él tenía café servido en su buró, pero a mí me apetecía
más un poco de leche. Pobre, me bebí toda la que tenía ahí, acumulada, antes de
regresar a la tienda, eso sí, no sin antes despedirme y decirle que marcara al
número de la tienda para pedir lo que necesitara de ahora en adelante. Y así lo
hizo, él ya sabía que los fines de semana siempre había alguien que me ayudaba
y podía quedarse en el local mientras yo iba a llevarle su pedido y hacerle un
poco de compañía. Por más que me ofrecía un poco de su pan dulce, yo siempre
preferí el virote acompañado de leche. Han pasado un par de semanas y todavía
falta para que puedan quitarle el yeso, pero el muy sinvergüenza me dice de vez
en cuando que piensa romperse la otra pata cuando sane, aunque ya le dije que
nada nos impide compartir una taza de café de vez en cuando.
Es algo brusco y a veces no es el más refinado al hablar,
pero siempre ha sido muy respetuoso conmigo. Dice que sabe algo de costura y
podría ayudarme a revisar esos botones que a veces me causan problemas con la
blusa, los revisa muy de cerca y sostiene con firmeza la tela sin que me quite
la prenda. Yo me la quitaría para que se la quedara y la examinara con calma,
pero como tengo que regresar a la tienda al poco rato, pues me la dejo puesta y
lo dejo examinarla todo lo que necesite. Necesita cambiar de lentes, porque
siempre pega su cara. A veces dice que es el hilo, otras, que es el corte de la
blusa, nomás no se decide.
Sus manos son nudosas, pero son grandes, me pregunté si en
realidad serían capaces de hacer trabajos tan minuciosos, así que le pedí que
me ayudara primero con un hilo que tenía deshilachándose de mi vestido. Confirmé
que sí necesita unos anteojos nuevos, por más que pegara su cara a mi pubis,
debajo de la tela, no podía encontrar ese hilo y tuvo que recurrir a tentar con
esas yemas. Fue la prueba de fuego me demostró que, aunque rugosos, esos dedos sabían
ser delicados todavía, mi ropa no corre peligro. Esa vez, acompañó su café con
un poco de miel que extrajo él mismo y de lo mucho que lo disfrutó, llegué a
pensar en dejarlo pasar a revisar mi reserva en la trastienda, pero para eso
tengo a Fabián.
El encargado de surtirnos de artículos de limpieza es un
jovencito, tendría apenas unos veintitantos, un poco robustito pero con un buen
par de brazos y algo más. Algo le vi desde la primera vez que llegó a sustituir
al anterior repartidor, ¿qué era? No sabría decirlo con exactitud, esa forma de
caminar, esa mirada llena de algo más que deseo, era hambre. Claro que aproveché
en su siguiente vuelta para pedirle que me ayudara a subir unas cajas en la
trastienda, tuve que pedirle que sostuviera la mini escalera porque él no
sabría dónde tenía que acomodar las cosas y la casualidad hizo que debajo de mi
falda (que no era corta pero estaba un poco por encima de lo que debía usarla) no
hubiera más que mi piel desnuda y algo… hidratada. Su cara roja sólo me sonrió
cuando le di las gracias por ayudarme y pedirle que me hiciera saber si hubiera
forma de agradecerle mejor.
A su siguiente visita, sólo hizo falta decirle que
necesitaba ayuda con algo en la trastienda para que sus manos me levantaran la falda
y comprobara que aquél descuido mío de dejar las bragas debajo del mostrador se
había repetido. Me hinqué para suplicarle que perdonara mi torpeza y que no le
contara a nadie, le rogué con tanta insistencia que por accidente, su cinturón
se abrió, al igual que el cierre y el resto del pantalón. Bien dicen que la
intuición de una mujer es nuestro sexto sentido y finalmente comprobé qué era
lo que más me gustaría de ese nuevo repartidor.
Para cada cerradura hay una llave, tengo una que casi
nunca se abre a menos que le meta mano yo misma, tiene su maña. Pero vi que Fabián
tiene una llave asombrosa, mágica, diría yo. No es la más grande que he probado,
pero es la más ancha hasta la fecha. Ni siquiera pude esperar, en cuanto la vi
supe que tenía que hacer la prueba, me hizo ver estrellas mientras la abertura
cedía con cada empuje hasta que mi cerradura tuviera la forma de su llave. Siento
que la mandíbula se me podría desencajar cuando la veo de cerca, por eso
prefiero que disfrute probar sin miedo ese cajón que no cierra cuando necesito
ayuda en la bodeguita, lo cual coincide siempre con sus visitas. ¡Qué
descuidada soy! Siempre que viene algo les pasa a mis pantaletas, seguramente
es porque se manchan cuando pienso que está por llegar. Gracias a Fabián, mis
lunes son menos aburridos.
Obviamente, tampoco voy a dejar de lado a los de los refrescos,
las papas y las galletas. Oye, esos pobres vienen siempre apurados y apenas
tienen tiempo de descansar por sus rutas. Aunque hay quienes me dejan ya sea al
final de la ruta o al inicio, saben que puede haber tráfico o a veces, las
cuentas tardan en salir y eso es lo que hace que se entretengan cuando pasan a nuestro
local. Yo cuento con ello, por eso siempre tengo despejada el área de descargue
para cuando sé que les toca pasar.
Una habilidad necesaria en este negocio es saber despachar
con rapidez y eficiencia. No tengo tiempo de quejarme del olor a sudor y demás
cosas que aderezan esos chiles, el servicio tiene que hacerse en cuestión de
minutos o puede afectarles más en su itinerario. Ya sea una cuenta larga o
corta, uno tiene que darle la atención que se merece en cada descargue. Yo lo
entiendo, su trabajo no siempre es fácil y a veces, hacen falta más de uno para
acomodar la mercancía en la trastienda y por algo Dios me dio un par de manos,
para ayudar con lo que no me quepa en esta boquita que poco o nada puede decir
mientras revisamos cuidadosamente el inventario que entra y sale. Hay quienes me
preguntan si necesito ayuda para acomodar algo más allá adentro, pero, como
dije, para eso tengo a Fabián.
Esos muchachos casi nunca duran, los cambian de ruta o se
salen de trabajar y aunque algunos pasan a visitar de vez en cuando, siempre he
tenido que repetirles que esto es un negocio chiquito y de momento no estamos
buscando empleados. Pero a veces no comprenden todas las razones que
amablemente les vuelvo a compartir en la trastienda y vuelven a intentar su
suerte, a ver si esta vez sí estamos contratando. Ni modo, hay gente que les
entra por uno y les sale por el otro, lo bueno es que no me molesta explicarles
a detalle, después de todo, muchos son jóvenes y parece que les interesa mucho
saber por qué no pueden trabajar conmigo.
Son algunos de los pequeños pormenores que este oficio
tiene para mí. Afortunadamente, mi esposo tiene un empleo estable de lunes a
viernes y mi hijo ya se graduó de negocios internacionales. Él es quien más me
insiste en que cierre el negocio y deje de trabajar, pero él no entiende que este
negocio, aunque sea chiquito, no sólo me da para el gasto sino que también me
llena a nivel personal y de maneras que ni él se imagina.
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